Una isla, un país. Isla de hielo

Decide Abimael Koczinsky buscar el hielo de Islandia, el ice de land. Extiende su mapa en la mesa de estudio de la habitación y contempla, asombrado, que Islandia es una sucesión de glaciares que ocupa el 10% de su territorio, que el glaciar mayor de Europa, en el caso de que Islandia sea Europa porque esté en el límite de las dos placas tectónicas, la de Europa y América, está allí. Así es que examina los más próximos y hacia ellos se encamina en su Hyundai gris.

Conduce por la carretera 1 que bordea la costa. La hierba vira del verde al ocre por esa zona costera. Los volcanes, impresionantes, presentan laderas gigantescas de ceniza volcánica y cimas siempre nevadas. Hace frío, claro. Tres bajo cero. Sería soportable sin el viento. Pero el viento forma parte de Islandia. Los paraísos no son perfectos. A Abimael, mientras conduce con el volante aferrado con las dos manos para no salirse de la carretera, la Tramontana le parece una ridiculez. Los vientos en Islandia son huracanados, llegan fácilmente a los 100 kilómetros por hora y los sobrepasan. Por esa razón las ovejas islandesas son las que más lana tienen. Y hay ovejas, miles de ovejas desperdigadas, junto a unos cientos de ríos, porque Islandia es agua corriente o congelada, junto a miles de cisnes, y a eso no está acostumbrado Abimael, a ver bandadas de cisnes sobrevolar la carretera en perfecta formación, ver enormes grupos de cisnes pastando junto a las ovejas o aterrizando en el mar: son esencia islandesa junto a los trolls y las sagas nórdicas.

Cruza una enorme llanura oscura que se extiende hasta el horizonte, seguramente territorio robado al mar por los volcanes. Hay conos perfectos, pequeños, resultado de los estallidos de las burbujas volcánicas, y unas formaciones fascinantes de lava redonda recubiertas de musgo y líquenes. Detiene el coche varias veces en los arcenes, para fotografiarlas, y cada vez que lo hace el viento amenaza con arrancar la puerta del coche. Difícil plantarle cara a ese viento violento que sopla a rachas traicioneras. Y sigue camino, aunque se detiene muchas veces más, a contemplar las docenas de ríos, las lagunas de aguas heladas en donde picotean patos y cisnes, las praderas de hierba larga que acortan concienzudamente las ovejas.

El glaciar Vatnajökul deshiela en un lago enorme. Deja el coche en el parking y camina medio kilómetro por una senda bien marcada entre plantas de bellos colores: doradas, rojas, verdes. Hay algunos arbustos, replantados. El camino hasta el glaciar es de ceniza y piedra volcánica. El lago se divisa bien en toda su extensión desde un promontorio. Luego el sendero baja y bordea pequeñas playas de arena negra. Abimael no puede sustraerse a la tentación de meter una mano en el agua: helada. Algunos icebergs se han desprendido del glaciar, flotan en la laguna o quedan varados en la orilla. La altura del glaciar es considerable. Diez metros, calcula. Hay muchos fragmentos de hielo ennegrecidos por el viento que arrastra ceniza volcánica. Abimael busca el río que alimenta el lago glaciar. Lo encuentra. Nace en uno de sus extremos y lleva corriente. Y se da cuenta, entonces de un extraño fenómeno que no termina de explicarse hasta poco más tarde. En una parte del río el agua burbujea de forma violenta. Y repara entonces en un pequeño cono volcánico muy cerca de ese burbujeo y lo relaciona.

De regreso al centro de información pide un chocolate caliente y una tarta de manzana bastante infame. Mira a su alrededor. Ve chinos. Chinos por todas partes. Chinos que han tomado por asalto Islandia. Consulta su mapa mental Abimael para averiguar si Islandia está cerca de China. Lejísimos. Sale al exterior. Hay otro glaciar que ver. Se llega por un camino pedregoso y el Hyundai sortea piedras hasta llegar el aparcamiento. Los bloques de hielo desgajados flotan en una laguna de agua blanca. Algunos icebergs son azules. Otros blancos. Los hay transparentes y manchados de ceniza. Un sendero con una cierta dificultad bordea el glaciar y un letrero recuerda que hay que ser prudentes: dos chicos alemanes desaparecieron hace veinte años en el glaciar y aún los están buscando.

Vuelve a la carretera 1. La que bordea la isla. Lucha contra el viento. Advierte una cosa extraña. Islandia no huele. A nada. Al menos no huele en octubre. No huele su mar embravecido, no huelen sus tierras ni sus glaciares. A menos que Abimael haya perdido el olfato. Y otra cosa advierte que le llama poderosamente la atención. Los puentes de las carreteras, que son de una sola dirección, de modo que cuando han de cruzarse dos vehículos uno espera a que pase el otro, y no hay discusiones posibles.

Rueda hacia el glaciar más grande de Europa, un sinfín de glaciares que se deslizan a una lentitud pasmosa entre las vertientes de volcanes y conforman gigantescas autopistas de hielo cuarteado. El Vatnajökull, que está antes de llegar a Höfn, a unos cincuenta kilómetros, deshiela en una laguna y esta a su vez en un brevísimo río que arroja los gigantescos icebergs al mar y el mar los devuelve a la arena en forma de exquisita joyas de cristal tallado: arte efímero. Resulta fascinante el contraste con la arena volcánica negra de la playa y de las orillas del lago volcánico y esa masa de hielo que se precipita al lago crujiendo, más las montañas blanqueadas por la nieve en tercer plano. Flotan en el lago una cantidad considerable de icebergs que son como islotes y grupos de turistas, pertrechados con ropa isotérmica, por si caen al agua, se adentran en el lago a bordo de lanchas neumáticas y vehículos anfibios. Y claro, hay chinos, y bodas chinas, y una china bastante bonita que posa con su vestido de novia, tiritando, ante los glaciares y se deja coger en brazos por su menudo recién adquirido marido.

Está a cinco grados bajo cero y le duelen a Abimael las mejillas, las orejas y la nariz, pero sigue subiendo y bajando las lomas que bordean el impresionante glaciar, se estremece por la belleza de ese arte telúrico que nace de las entrañas de esa tierra mítica que es Islandia, el territorio del hielo. Cuando dos horas más tarde, se detiene en un restaurante de carretera a comer, un establecimiento de madera cúbico, muy agradable, con vistas a un fiordo, y paladea una cerveza Gull antes de que le traigan la sopa de tomate, exquisita, quizá porque tiene hambre, y el cordero, con un sabor muy diferente al hispano, mucho más fuerte, que le recuerda al hígado de vaca y no le acaba de convencer, empieza a sentir fascinación por ese territorio inabarcable y vacío que es Islandia, sin apenas poblaciones, con casas dispersas de plancha de metal enclavadas bajo los volcanes en donde deben vivir tipos adustos, solitarios, huraños, que explotan a sus ovejas y siente una extraña satisfacción porque hoy ha comprobado que Islandia, como su propio nombre indica, es tierra de hielo.

Le gusta el lugar. Le gusta la oronda chica islandesa que lo regenta y la madre a pesar de que no le haya complacido el cordero. Pregunta si tienen habitación libre con vistas al fiordo.  La tienen. Se queda a dormir.

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