«Bohemian Rhapsody»: Poca rapsodia y ninguna bohemia

Pocos géneros tan complicados de abordar como las biografías de personajes que trascienden sus propias vidas. «Ali» (Michael Mann, 2001) es una de las mejores películas rodadas jamás sobre el mundo del boxeo, pero ni tan siquiera se acerca, con sus muchos aciertos, a proyectar una imagen que haga justicia a la mítica del protagonista de la historia. Y ya la sola idea de acercarse a buscar un modo de narrar la vida y obras de Freddie Mercury (y tan grandes como él son sus creaciones), un ícono sin parangón en la historia del rock, no venía cargada de buenos augurios.
El hecho de que el encargado de tan imposible tarea fuera Bryan Singer (guionista y director excepcional, aunque sea muy ocasionalmente) no fue la mejor noticia. Demasiado errático en su carrera, va del acierto al error con facilidad pasmosa, y parece cada vez descentrado en sus aproximaciones (incluyendo sus ya cansinas reinvenciones de los X-Men, machacando los logros que el mismo consiguió en las dos primeras y magnificas películas de la serie), en otro nuevo caso de fascinación por la técnica sin importar lo que se narra. No han sido pocos los problemas de producción de «Bohemian Rhapsody» (Singer firma la obra, pero no es él quien la termina), y si se tiene en cuenta que es un proyecto de dos de los integrantes de la banda (en ese empeño ridículo de mantener Queen a flote, como si lo necesitara, incluso cayendo en el insulto al buscar un cantante que sustituyera a Mercury), no era tan complicado aventurar que el buen cine quedaría lejos de esta descabellada aventura.
El fiasco está servido.
Cuesta entender que Singer no escape a ninguno de los tópicos que machacan la película. Y la cobardía que la inunda. Si se habla del Freddie Mercury heterosexual, todo son sutilezas. Que hay que hablar de su homosexualidad, se pasa de puntillas y muy deprisa. La historia de cómo se creó y grabó la canción que da título a la película se narra con tanta rapidez que básicamente queda reducida a una secuencia donde (oh, que novedad) se nos muestra el obligado cretino que proclama que ni el grupo ni la canción llegarían a nada. La apasionante transición del rock a un sonido disco es una elipsis tan torpe y forzada que logra irritar con ese desprecio al espectador. Todo este batiburrillo de sandeces por fin eclosiona en los verdaderos motivos para que Singer se metiese en el proyecto. Salta la sorpresa. Los últimos 20 minutos de la película reproducen con forzada exactitud los 20 minutos que duró la actuación de Queen en 1983 en el Live Aid. Nadie esperaba lo que allí ocurrió. Ni tan siquiera salieron entre las grandes estrellas del final. Pero esos 20 minutos están considerados como el mejor concierto de la historia del rock. Y Singer lo ha puesto otra vez en pie, y lo ha digitalizado, remontando y destrozado en última instancia. No hay atrevimiento en adentrarse en un acontecimiento tan celebrado. Pero sí lo hay en intentar mejorar lo inmejorable. Quizás impresione a quien no haya visto la actuación original, con el regalo de la alta definición y sonido de primera. Aunque los que somos asiduos a revisitar esos mágicos momentos, no hay ningún aporte que enganche.
Todo esto resulta tremendamente injusto porque en el centro de este debacle, Rami Malek, dueño y señor del protagonista, puede pagar los errores de dirección cuando su interpretación es, por momentos, magistral. Más allá de los parecidos físicos que se quieran establecer, prótesis dentales incluidas, Malek aprovecha los raros instantes en los que Synger no mantiene esa distancia aséptica con Freddie Mercury y pone algo de alma en donde el director no lo logra. Y cuando llega el concierto final, Malek se muestra portentoso. Recrea casi como un calco el comportamiento errático (ninguna cámara podía seguirlo), enloquecido y de completa entrega con el que Freddie Mercury demostró que hay que tener mucha luz para que seas lo que más brilla en la oscuridad.
¡Grande Malek!
Y a ser posible, que Singer se siga dedicando a los mutantes.

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