Roma, de Alfonso Cuarón

Hace falta mucho talento para convertir una pequeña, casi insignificante, historia personal en una película que atrape al espectador, para trasladar a la pantalla algo muy particular y privado, como pueda ser el mundo de la infancia, y hacerlo universal. Eso hace Alfonso Cuarón (México DF, 1961), uno de los muchos mexicanos que triunfan en Hollywood, que ganan el Oscar en la Meca del Cine y son capaces luego de regresar a su país y realizar una película emotiva, tierna, de pequeño formato, como esta Roma, quizá porque, al contrario de otros cineastas que hacen ese recorrido cinematográfico y abjuran de su talento, los Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro,  Alejandro González Iñurritu y Guillermo Arriaga no pierden jamás su prurito de autoría.

Sorprende que un director capaz de rodar la oscarizada Gravity, una excelente película de aventuras espaciales de la que en Roma hay un guiño referencial —la protagonista ve con su novio Perdidos en el espacio en un viejo cine capitalino que hubo de recrear Alfonso Cuarón—, la distopía Hijos de los hombres, o uno de los episodios de Harry Potter, Harry Potter y el prisionero de Azkabán, sea capaz de llevar a cabo un proyecto tan personal como Roma que le rondaba por la cabeza al director de la extraordinaria Y tu mamá, también desde hacía décadas, seguramente porque se la debía a sí mismo.

Roma es la historia de un barrio, de una época (los setenta), de una familia y, sobre todo, de una niñera, Cleo (la extraordinaria Yalitza Aparicio), una persona tierna, frágil, que bebe los aires por los cuatro hijos de su señora Sofía (Marina de Tavira), de los que esa mujer algo frívola, soñadora e inconstante no se ocupa porque prioriza su profesión. Cleo los levanta cada mañana, los asea, los viste, les da el desayuno y luego se encarga de tareas domésticas con la otra sirvienta de la casa, Adela (Nancy García), con la que comparte un pequeño cuarto anejo a la vivienda, secretos y ejercicios gimnásticos. Apenas hay más vida para Cleo más allá de las cuatro paredes de su casa y de esa familia que la trata como si formara parte de ella.

Rodado en pantalla panorámica y en blanco y negro para la plataforma Netflix, el último y espléndido film de Alfonso Cuarón respira poesía y verismo en cada uno de sus planos. La cámara sigue a la protagonista en sus quehaceres diarios, retrata con ternura esa familia de clase media del barrio de Roma que el director mexicano revive desde su nostálgica memoria reconstruyendo un México DF que ya no existe.

Hay secuencias extraordinariamente filmadas como esa fiesta multitudinaria con amigos norteamericanos que reúne a varias familias en una enorme finca mientras los sirvientes organizan un evento paralelo en el que corre pulque y tequila; la emergencia hospitalaria y el percance en el mar, ambas angustiosas, o la matanza de estudiantes del día de Corpus a manos del grupo paramilitar de los Halcones que dejó 120 víctimas mortales, momentos de gran cine con mayúsculas, por cómo está rodado, sacudidas emocionales que hacen que el espectador empatice más con los personajes y llegue a adorar a la protagonista Cleo.

Alfonso Cuarón resucita el surrealismo en clave de poesía, así es que en esta obra maestra que es Roma hay mucho del cine de Roberto Rosellini, también del Federico Fellini — Cleo va al misérrimo pueblo en busca del canalla (José Antonio Guerrero) practicante de artes marciales, luego miembro de los paramilitares Halcones,  que la dejó preñada y asiste a una exhibición del televisivo profesor Zovek (Latin-Lover) que tiene mucho de circense —, pero también de Terrence Malick, en la mirada a la familia, o del Ingmar Bergman de Fanny y Alexander, incluso del Víctor Erice de El espíritu de la colmena y El sur.

El film de Alfonso Cuarón está lleno de detalles entrañables y sutiles. Un beso de despedida, distante por parte del marido, dramático por parte de la esposa, insinúa la mentira de ese viaje a Quebec del primero que realmente es una ruptura. Sofía, la madre, es tan torpe conductora que destroza los coches de la familia cuando los intenta aparcar o simplemente cuando los entra en el garaje de la vivienda, su forma de conducir dice mucho de su carácter. Siempre hay cacas de perro —y el marido, ese padre inexistente, se lo reprocha a Cleo y a su mujer cuando le comenta Esta casa es un desastre—en el pasadizo de entrada de la calle Tepeji, que además suele pisar.

El film de Alfonso Cuarón, rico en sonidos —el afilador que recorre las calles; los aviones que sobrevuelan la casa y se reflejan en los charcos del pasadizo; la banda militar que pasa cada día por la calle— y matices, habla del racismo de la sociedad mexicana, endémico, para la que el nativo siempre será un siervo; de la violencia latente, que sacudió el mismo rodaje, y del machismo personificado en ese marido y padre ausente que hace su aparición en escena a bordo de un coche americano como si de una estrella se tratara.

Roma no sería posible sin su singular protagonista indígena Yalitza Aparicio, una actriz no profesional  que habla en la película castellano y mixteco. Sin grandes alardes expresivos, con pequeños gestos y miradas, interpretando cuando lava y tiende la ropa o juega con sus niños, la actriz mexicana se mete en su personaje y emociona con su sencillez interpretativa.  Alfonso Cuarón dedica su película a Libo, su niñera. Cleo es Libo y toda la película es una reconstrucción de la infancia de su director. No hay mejor testimonio de amor y agradecimiento hacia esa niñera que esta película pequeña y, a la vez, grandiosa.

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