Días de vino y prosa – Los vinos de Alfredo Maestro

Por Mariano Fisac

No sé si conocen a Alfredo Maestro. Algún lector que en ocasiones se pase por Mileurismo Gourmet, sin duda habrá oído hablar de él.

 

Por la parte que me toca, desearía sinceramente haber probado sus vinos antes de conocerle y así poder hablar con un poco más de objetividad, pero cuando uno se acerca a su proyecto, y sobre todo al hombre que hay detrás, resulta difícil no sucumbir.

 

Miren, Alfredo es algo más que un viticultor. Yo para estos casos (fenómenos que en España se pueden contar con los dedos de dos manos) defiendo ese más allá que describe el vocablo francés de Vignerón, y que creo que en nuestro idioma no tiene traducción. Alguien llamó a estas personas, comprometidas con su suelo, y la armonía con lo que crece en él “artistas de lo necesario”. Rafa Bernabé (otro Vignerón en Alicante) también resumió muy bien su trabajo  en una afirmación muy sencilla puesta en boca de las cepas, “dame y te devolveré”. Sin más.

Por introducirles un poco en el personaje, les diré que explota una serie de pequeñas parcelas en Peñafiel, y que recientemente ha ampliado su pequeña producción a la Comunidad de Madrid, con viñedo en la zona de Navalcarnero.

 

Pero como decía, sus primeros vinos nacieron en aquella localidad vallisoletana, ojo, bajo la denominación V.T. De Castilla y León pese a encontrarse en la entonces lucrativa Ribera del Duero.

 

Tempranillo o tinta fina en su mayor parte, completado con merlot y cabernet sauvignon, e incluso algunas cepas de albillo y garnacha. Desde el principio tuvo claro que el respeto por el suelo y el viñedo debía ser una constante, renunciando en consecuencia al grueso de tratamientos químicos que a priori podría demandar una zona tan dura para la supervivencia de las plantas. Él optó por trabajos naturales, infusiones de hierbas autóctonas y demás soluciones que otros considerarían delirantes. En bodega, concebida como un catalizador para mostrar con la mayor exactitud posible lo que sale de la viña, lo mínimo. Levaduras autóctonas, fermentaciones lentas sin apenas control de temperatura, roble usado y adiciones mínimas, o incluso ausencia, de sulfuroso.

 

Los pioneros fueron Viña Almate como vino básico, tempranillo con un pequeño porcentaje de cabernet y barrica usada, un delicioso tinto de trago largo y Castrillo de Duero como una especie de Reserva. Poco después llegó 46 Cepas, una bomba de fruta proveniente de 46 cepas de la variedad merlot, y uno de los pocos vinos que he conocido con su propio club de fans.

 

Luego llegaron los experimentos con albillo, con excelente resultado, por cierto, en un divertido blanco llamado Lovamor, un vino de perfil oxidativo por su elaboración en ausencia de tratamientos, y que quizás, precisamente por esas notas de sidra que aporta la oxidación, resulta mucho más fresco y bebible que otros productos de esta variedad, que por lo general resultan sosos, grasos y algo pesados. Créanme si les digo que alguno se tatuó la etiqueta de este vino…

 

A continuación, tal vez por contagio francés, llegó la vinificación- e incluso embotellado, de algunas parcelas por separado, gracias a lo cual podemos disfrutar hoy de los sorprendentes matices que el suelo produce en dos fincas prácticamente contiguas, como son La Olmera y La Guindalera. ¿Qué cuál es mejor?. Pues miren, eso va por barrios. Como botón de muestra les diré que mi amigo y compañero bloguero Sibaritastur se quedó con La Guindalera, y a mí me sedujo la mineralidad de La Olmera.

 

El sábado pasado, en la inauguración de su bodega en Navalcarnero, pudimos disfrutar de una vertical inédita de casi todos sus vinos. Por no prolongar demasiado la columna con aburridas catas, sí les diré que del pasado me quedo con la capacidad de evolución de algunos de sus vinos pese a la ausencia de tratamientos, y del futuro emociona el golpe de frescura y complejidad ganada por el uso del raspón en las añadas 2010 y 2011, ésta última, pese a estar aun en rama, terriblemente prometedora.

Como todo buen evento, no estuvo falto de sorpresas, y Alfredo compartió con nosotros varias novedades. Deliciosas garnachas en Madrid, expresivas y frutales, La Viñuela, una golosina en forma de rosado llamado Amanda, que lejos de caer en las empalagosidades que podría sugerir la nariz, resulta fresco y crujiente gracias a una muy buena acidez, y finalmente una vendimia tardía accidental traducida en un vino dulce, casi medicinal, llamado La Cosa y que vino a acompanar los deliciosos cupcakes que llegaron desde Galicia.

 

A quienes este artículo les suponga la primera referencia, les recomiendo que no pierdan la oportunidad de probar los vinos de Alfredo, porque no les dejarán indiferentes, y además su relación calidad-precio es muy difícil de igualar. Al resto, poco les puedo decir, porque ya los tendrán en su recuerdo.

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