El peligro de las generalizaciones

 Por: Héctor Anaya

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¿Cuántas veces hemos escuchado generalizaciones como «los catalanes son avaros», «los ingleses son estirados» o «los españoles son vagos y fiesteros»? Incluso nosotros mismos hemos formulado alguna vez generalizaciones de este tipo. Sin ningún reparo formulamos juicios de valor por los cuales calificamos a un pueblo de «trabajador», «desconfiado» o «violento», sin ser conscientes de que estos adjetivos entrañan un riesgo importante y pueden convertirse en convicciones que dominan nuestros pensamientos y juicios.

Muchas veces sin maldad, solo por mera comodidad englobamos bajo el mismo calificativo a un colectivo determinado y llegamos a atribuirles crímenes, masacres, acciones que tan solo unos cuantos integrantes del colectivo realizan. Incluso los medios de comunicación, consciente o inconscientemente, caen en estas generalidades cuando formulan titulares como «los serbios han hecho una masacre…», «los palestinos han asaltado…», «los judíos han bombardeado…» o «los árabes rechazan…». Todo generalizaciones que incluyen dentro de un mismo saco a personas, mujeres y hombres complejos, diferentes, únicos y con pensamiento propio, lo que hace que muchas personas conocedoras, únicamente, de la realidad que les cuentan los medios de comunicación piensen que son verdades esas generalizaciones.

Soy consciente de que es muy complicado borrar de la noche a la mañana esos prejuicios que arraigan en muchos de nosotros, sé que suena demasiado utópico el decir que los medios de comunicación cambien de repente su manera de expresarse, pero siempre hay que empezar por algo, aunque sea el ser consciente del problema de las generalizaciones. Es importante y de vital importancia, para evitar guerras, disputas y asesinatos, tomar consciencia de que esas expresiones no son tan inocentes como pueden parecer, y que favorecen la permanencia en la sociedad de grandes prejuicios y clichés que, sin ser acordes con la realidad, hacen que unos odien a otros, les teman o los marginen.

En definitiva, ya que es nuestra forma de hablar y ver el mundo la que muchas veces nos encierra bajo un recelo que condena a grandes colectivos, también es ella la que puede liberarnos y romper las cadenas de los convencionalismos.

 

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