El Arte de Amar, o la endeblez de un bestseller.

Por Israel Sánchez        

06En este artículo  procuré localizar los sesgos argumentativos que El Arte de Amar, de Erich Fromm, comparte con las posteriores publicaciones en torno al tema del amor, y de los cuales es seguramente, en gran medida, origen.

                  Mi intención era proporcionar una herramienta discursiva contra las ideas claves del subsistema del amor en su forma más intelectualizada, remitiéndolas, además, a su origen, donde entiendo que es más fácil acorralarlas.

                  Pero creo que la utilidad de la crítica al texto de Fromm excede aquellas dos mil palabras y aquellas tres ideas, aquellos tres vicios retóricos comunes al conjunto de su tradición posterior, y que merece la pena abandonar la vista de pájaro y entrar a la arena de su discurso, pues son bastantes otros los puntos de interés que descubriremos y que nos serán de utilidad tanto al rebatir los argumentos de la ideología del amor como al reflexionar sobre su origen, funcionamiento, consecuencias y debilidades.

                  Será éste, por lo tanto, un punto de vista diferente, pero de nuevo, por sus dimensiones, un simple esbozo.

 

                  Acorde con su objetivo de ofrecer un verdadero manual práctico para subsanar lo que Fromm considera el maltrecho estado del amor a principios de los años 50 del pasado siglo, Fromm estructura su texto como una guía en la que la definición del concepto será rápida y contundente. Así, en su primera parte¿Es el amor un arte?”, de escasas cinco páginas, nos explica ese giro radical al que nuestra concepción del amor debe someterse: El amor no es un sentimiento, ni será cumplido con la sola voluntad de amar. Se trata, en cambio, de una actividad que requiere técnica, y debe aprenderse, primero dominando los principios teóricos, y después desarrollando una práctica pautada que permita alcanzar la maestría.

                  Dije en el texto anterior que la idea de técnica implica la necesidad de un esfuerzo a realizar en pos de un objetivo que, sin embargo, aparece preestablecido. Añado aquí que resulta extremadamente grave que Fromm justifique este cambio sólo mediante alusiones a una vaga degeneración moral producto del individualismo moderno y, en ningún caso, a la transformación del papel de la mujer y sus consecuencias sobre la institución del matrimonio. Así, lejos de celebrar la desarticulación de la pareja patriarcal en el ámbito de la concienciación de la mujer sobre su igualdad con respecto al hombre, nos invita a realizar un esfuerzo extra, en forma de profesionalización técnica, por frenar el cambio. El punto de partida es, por lo tanto, netamente conservador con respecto al feminismo, y quedará al descubierto de nuevo más adelante cuando se refiera a los distintos caracteres que mujer y hombre deben aportar a la pareja, así como al explicar la génesis de la homosexualidad.

                  Siguiendo a rajatabla su plan, titulará a su segunda parte, la más extensa, “La teoría del amor”, que dividirá, a su vez, en tres capítulos. El primero es toda una declaración de intenciones: “El amor, la respuesta al problema de la existencia humana”.

                  Desde un punto de vista estrictamente teórico, ésta debería ser la clave para toda reflexión y actuación posterior. Pero, del mismo modo que el problema de la existencia de dios se escamotea, por su debilidad, para dar paso a normas de actuación que dan por demostrada dicha existencia y que conducen a los verdaderos objetivos de sus defensores, así, encontramos en este capítulo supuestamente esencial (y en el que un psicólogo como él debería mostrarse especialmente ducho) los argumentos más débiles de todo el texto.

                  En primer lugar, introducirá su concepto de “separatidad”, mediante el que concibe al ser humano como originalmente trágico. En las razones que conforman su desgracia, la muerte aparece al mismo nivel que la exclusión social o, por llevar su posición al extremo, su desgracia es, como un hecho único, que “muere-en-vida-solo”. De este modo consigue desplazar la angustia de la presencia universal de la muerte a la presencia circunstancial de la soledad. La desaparición de la soledad, por lo tanto, destruye el conjunto trágico de la separatidad y resuelve la angustia del individuo o, lo que es lo mismo, dota de sentido su existencia.

                  Una pirueta demagógica pero, como decía, muy débil.

                  La siguiente no es mucho más robusta. Es necesario explicar por qué el amor es una respuesta eficaz a la separatidad; por qué el amor, y no otra forma de unirse o relacionarse, resuelve esa angustia original. Será aquí donde se nos explique cómo actúa el amor sobre la propia conciencia de quien ama, cómo la alimenta. Fromm entiende que la cognición que convierte en dolorosa la separatidad es la de la esterilidad de la vida. El individuo, por estar separado de todo, lleva una vida inútil, que se agota en él mismo. Pero el amor, que es una actividad, lo reintegra al mundo de la manera más eficaz, pues no sólo lo convierte en productivo, sino que esta productividad tiene una cualidad que la hace superior a cualquier otra: el desinterés. Quien ama lo hace por puro gusto de amar y, en respuesta, recibe más amor aún que el dado, ya que éste llega también por puro gusto. Esta dinámica multiplicativa la resume en otro de sus conceptos claves: “dar”. Para Fromm, la actividad de amar consiste en dar.  Sólo quien entiende el amor como un “dar” obtendrá del amor su “producto”: la eliminación de la separatidad.

                 « Para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad. (pag. 32)»

                  Fromm lleva al extremo este esfuerzo demagógico sin consideración hacia las contradicciones a que le conduciría contextualizar ese “dar” en la práctica, donde se mostraría tozudamente inadaptativo, y sin pudor ante su defensa de una modalidad de amor que se regodea en el sentimiento burgués de superioridad a través de una caridad exhibicionista y vanidosa.

A partir de este momento, procurará demostrar la universal eficacia de su idea: todo el amor que no se experimenta como éxito y estado feliz, es decir, que no acaba con la separatidad, se caracteriza porque no es verdaderamente un amor que da. El autor superará de forma relativamente airosa su recorrido posterior por el amor entre padres e hijos (sección II, cap. 2) y por los restantes fenómenos a los que clasifica como tipos de amor (cap. 3). Pero cuando llegue al amor erótico se verá obligado a interpretar el acto sexual como un mutuo y desinteresado intercambio de bienes complementarios que le harán caer en posiciones ridículamente sexistas y homófobas.

                 « La desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la separatidad nunca resuelta, fracaso que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que no puede amar. (pag.41)»

                  Seguramente sea en este capítulo donde Fromm se ve obligado a mostrar de manera más bochornosa los costurones de su discurso. Dado que la armonía entre los seres que se aman, su libertad, su consciencia, responsabilidad e interés, debe conciliarse con el fin preestablecido a la pareja de la duración (ya que la indisolubilidad parece un objetivo demasiado ambicioso), el autor echa mano de una treta muy del gusto de aquella filosofía de la resignación que pretende pasar por liberadora: en tanto que todos compartimos la misma esencia humana, todos somos esencialmente iguales y, por lo tanto, intercambiables en nuestra condición de dignos receptores de amor.

                  «El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar desde la esencia del ser –y vivenciar a la otra persona en la esencia de su ser-. En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos partes del Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién amamos. El amor debe ser esencialmente un acto de voluntad, de decisión de dedicar nuestra vida a la otra persona. (pág. 60)»

En definitiva, que da igual quién te haya tocado. Tu obligación es amarlo y a esta obligación, y no a otra, debes dedicar tus esfuerzos. La relación entre el amor y la libertad se vuelve paródica, pues el culto al amor no se fundamenta en el ejercicio de la libertad, sino en el amor a su presencia; a la presencia de una libertad que, sin embargo, no se ejerce.

                  Es relevante recordar, por lo que tiene de falta de rigor científico tanto como de aceptación de la autoridad impuesta,  que el pensamiento de Fromm está asentado sobre bases religiosas, y que, en su discurso, la construcción de un correcto amor a Dios es imprescindible para la de un correcto arte de amar en sentido general. Será en su análisis del amor a Dios donde desarrolle su legitimación tanto de la sublimidad última del amor, que se convierte aquí en un acto solipsista, como de la superioridad del pensamiento paradójico sobre el no contradictorio.

Con respecto al solipsismo del amor último, vemos que en el amor a Dios, éste, su objeto, se dispersa material y ontológicamente al fundirse con el mundo y perder, además, toda determinación.

                  En cuanto a la legitimación del pensamiento paradójico por encima del lógico, filosófico y occidental (tres adjetivos que alcanzan la condición de descalificativos) Fromm llega, tras prolija presentación de pruebas, a la siguiente conclusión que, a mi ver, habla por sí sola de la calidad del análisis:

                 « En resumen, la lógica paradójica llevó a la tolerancia y a un esfuerzo hacia la autotransformación. La consideración aristotélica condujo al dogma y a la ciencia, a la Iglesia Católica y al descubrimiento de la energía atómica. (pág. 82)»

                  En la tercera parte, denominada “El amor y su desintegración en la sociedad occidental contemporánea”, Fromm realiza una crítica a la cultura del individualismo y a las estrategias amorosas que propone, desde las que vienen condicionadas por una crianza afectivamente deficitaria hasta las que instrumentalizan al amor como medio para alcanzar el triunfo social.

                  Esta crítica, cargada de razón y aciertos, parte de una condena no explícita a la acción determinada desde su finalidad, independientemente del valor ético de dicha finalidad, que le impide realizar propuesta posterior alguna salvo la del amor desinteresado del “dar”, cuya fundamentación es, como sabemos, paradójica.

                  Así, el amor no podrá desempeñar ningún papel en las vidas de quienes lo llevan a la práctica, sino que deberá ser un fin en sí mismo. Todo aquello para lo que “usamos” el amor es un mal uso del amor, y debe ser alcanzado, en todo caso, desde fuera del mismo. Se pasará de largo por orientaciones afectivas viciadas (amores neuróticos anclados en la etapa maternal o paternal) y por estilos de relación degenerados (la “pareja orgiástica” y la ”pareja-equipo”) sin dar opción a que el amor actúe de manera adaptativa y correctiva.

                  En la peligrosa afirmación de que esta forma determinada de amar será la solución para todos los problemas emocionales, Fromm llega a invertir la teoría freudiana en un punto escandaloso:

                 « El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada; por el contrario, la felicidad sexual –y aún el conocimiento de la llamada “técnica sexual”- es el resultado del amor (…) El estudio de los problemas sexuales más frecuentes –frigidez en las mujeres, y las formas más o menos serias de impotencia psíquica en los hombres-, demuestra que la causa no radica en una falta de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que impiden amar. (pág. 89)»

                  La cuarta parte del texto, denominada “La práctica del amor” es, seguramente, la más célebre del conjunto, por cuanto explica por fin la tan anunciada técnica, aquella que hará que se supere gran parte de los problemas sentimentales que han llevado al lector hasta las páginas del libro. Dicha técnica, basada en cuatro pilares fundamentales (disciplina, concentración, paciencia y preocupación) está extraída, según sus propias palabras, de la expuesta en “Zen en el arte del tiro con arco”, de E. Herrigel, y es, como puede verse, un método general para la consecución de un objetivo cualquiera. En su apoteosis final, Fromm se consagra como el pionero de la divulgación de las técnicas de resignación orientales con las que el pensamiento conservador de los años 50 penetrará en todos los espacios de la cultura popular hasta llegar a la presencia masiva que encontramos en nuestros días.

                  Debemos recordar, por lo tanto, que el texto fundacional de nuestra regenerada cultura amorosa tiene un marcado carácter irracionalista, religioso y sexista, es decir, coincidente en sus fundamentos con la misma cultura amorosa que pretendía regenerar. Así, se trata sólo de un cambio de técnica, una nueva receta para prolongar la agonía del “gamos” que, sin haberse convertido en su panacea, sí ha servido para distraer durante un tiempo notable los esfuerzos por encontrar un modelo no opresivo ni desgarrador.

                   Sus aciertos, sus momentos de brillantez, no deben ocultarnos que, de nuevo, somos tratados como el soldado al que se le dice a quién debe matar, pero no se le pregunta si está de acuerdo. Como nos hemos quejado por nuestra indefensión, nos han dado un arco y nos han enseñado a usarlo. Pero esto no era lo que pedíamos.

 

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