¿Por qué no hablan de Rilke en Toledo?

Texto: Antonio Costa

Fotografia: Consuelo de Arco

 

Rainer María Rilke dijo que Toledo era una ciudad del cielo y de la tierra. Que haría falta el lenguaje de los ángeles para describirla. Que todos los viajes anteriores solo eran una preparación para su viaje a Toledo. Que allí veía  con claridad todo lo que había visto esbozado anteriormente. “Dios mío, ¿cuántas cosas me han gustado porque trataban de ser un poco esto, porque había un poco de esta sangre en su corazón? ¿Y ahora el todo? ¿Cómo saber si lo soportaré? “ Deseó ir desde que vio una vista de Toledo de El Greco en Munich. En París le dice a Rodin que tiene que ver la ciudad de El Greco.  En el castillo de Duino unos desconocidos le dicen que tiene que ir a Toledo y va allí en octubre de 1912.

 

En la iglesia mudéjar de San Román escucha con pasión el coro de los monjes. Dice que detrás de ellos se pueden oír las voces de los ángeles. Ahora la iglesia (donde está el museo visigodo) está cerrada desde hace meses y tampoco hay carteles,  un tipo que está limpiando la puerta nos dice que no es allí.  Parece que se hubiera evaporado y no  quedara ni el nombre.

 

Se quedó asombrado con las cadenas colgando en la iglesia de San Juan de los Reyes. Dijo que una mano misteriosa lo condujo hasta allí. En Duino le dijeron que encontraría una iglesia con cadenas sangrientas. Eran las cadenas de los cristianos cautivos de los musulmanes que liberaban los monjes trinitarios. Eran un símbolo de libertad y exaltación como la que él simbolizaba en los ángeles. Los ángeles son lo abierto y lo inatrapable por excelencia, lo que excede a nuestra mezquindad. Pero él podía angelizarse con su poesía.

 

En el puente de San Martín le pareció haber visto una estrella fugaz. Solo faltaba eso para señalar su vivencia en lo extraordinario en Toledo. La estrella fugaz indica lo estrellado de  su poesía y la ciudad, y lo fugaz la dificultad de aprisionarla, de comprenderla, su libertad como la de los ángeles. Cuantas veces he querido yo sentir lo mismo en ese puente y lo he mirado con humildad para que me ocurriese algo. Igual que Rilke fue a Toledo siguiendo a el Greco yo una vez pasé veinte días en Toledo porque era la ciudad de Rilke.

 

Habló con entusiasmo de la calle del Ángel  que sale desde San Juan hacia el corazón de la ciudad. Es una calle  estrecha y mística flanqueada de callejuelas secretas que hace curvas y a la que se asoman balcones con hortensias. En ella se sintió como en un sendero de ángeles. El nombre correspondía con el recorrido.

Le entusiasmó pasear por la calle Santo Tomé. Ahora está llena de multitudes de turistas que compran recuerdos convencionales, se asoma a simplezas para turistas y sufre la industria turística. Pero también tiene placitas  bajo árboles líricos, iglesias secretas,  pasajes a lo desconocido, y en lo alto balcones inesperados, ventanas curvas llenas de gracia, recuerdos de  épocas destiladas. El pasado tiene encanto porque es pasado y memoria, porque ha quedado el poso que ha molido el tiempo. Porque la vida se convirtió en aguardiente. Como Rilke hace con sus poemas.

 

En la catedral le entusiasmaron las rejas llenas de gracia y fantasía.  Y el órgano que convertía  las naves en música y a los fieles en orfeos. Y quedó maravillado con el gran fresco en la pared derecha que representa a san Cristóbal. Ningún san Cristóbal en ninguna otra parte tiene esa ingenuidad y frescura, esa gracia profunda. Escribió un poema donde el precursor de los puentes se queda traspuesto ante un niño extraordinario. No era capaz de comprenderlo: “Hasta que el mismo acento instándolo otra vez/ le hirió en su recatado interior”.  La catedral para Rilke era esa magnificación de lo interior y de lo inexpresable.

 

Acudió todos los sábados a la iglesia de san Lucas. Bajaba por la calle del Pozo Amargo que equivale a las Penas de la Décima Elegía que anteceden al gozo más hondo. Según la leyenda en la Edad Media la Virgen y los ángeles acudían los sábados a cantar en san Lucas  porque el encargado de hacerlo no quería. Siempre Rilke exaltaba la música, pero quería la más secreta. Ese lugar ahora es el más rilkiano que puede concebirse. La iglesia está sobre una plataforma que da sobre el río Tajo. En el extremo de ella se aprecian los farallones rocosos y el agua. Al lado hay un recinto mágico, una especie de cigarral, el Jardín de los Doctrinos, con un arco mudéjar lleno de gracia en la entrada y unos cipreses y una casa con fuentes. Allí se respira un silencio en que todo se transfigura, como hacía Rilke con las palabras. Sentados en un banco como en otro mundo leímos el poema que dice: “Esto son los deseos, quedos diálogos/ de las horas cotidianas con la eternidad” . Desde allí se baja  a un lugar increíble del Tajo donde hay un embarcadero, la Casa del Diamantista y juegan cisnes y patos. Al lado de unos niños jugamos a atraer con nombres a los cisnes y todo parece prodigioso y recién nacido.

 

Vivió en el hotel de Castilla, un hermoso hotel de piedra de estilo neogótico situado en la plaza de san Agustín detrás de Zocodover. Ahora es la tesorería de la Seguridad Social y algún cursi algún día mandó pintarlo de rosa. Pero tuvo en su momento una elegancia digna de Rilke. Por aquella puerta con arco conopial salía silencioso todos los días para dar sus paseos fervorosos como un místico sin doctrina, como un alquimista que lo convierte todo en intensidad y asombro. Era como una de esas mantelerías de piedra que él apreciaría en otros momentos en Brujas. Ahora nos sentamos nosotros en esa plaza escondida a tomar una cerveza y a sentirnos íntimos porque estamos en la plaza donde respiró Rilke.

 

Se escondía en la plaza de los Montalbanes. Es una plaza tan diminuta, al final de un callejón sin salida, que nos costó cien preguntas llegar a ella. Al final hace un codo y hay otro espacio impensable a la derecha. Allí parece que se acaba el mundo y el ruido, que solo se puede mirar hacia arriba. Ahora la afea una terraza con sus toldos vulgares , pero hay detalles sutiles que aún hablan de silencios. Allí Rilke podía concebir su soledad creativa, su amor intransitivo.

Toda la ciudad es un retrato de la poesía de Rilke. Igual que su poesía lo  adensa todo también todo se adensa en los laberintos de Toledo,  que parece secuestrada por el río en medio de precipicios apasionados. En  Toledo escribió el poema “A la esperada”:  “Ven cuando debas. Todo esto/ llegará a través de mí hasta tu aliento”. En ese poema le dice a la ciudad que todo lo que  ha guardado  con pasión sin saberlo volverá a manifestarse. Y parece que la esperada era Toledo: “Cuando pienso cuanta ternura/ ha sumergido en la sangre, en la sangre silenciosa del corazón/ de tantas cosas que he querido sin estremecimiento”.

Y sin embargo nadie habla de Rilke en Toledo. En Ronda hay un museo, una escultura mirando al río, una calle. En Toledo nada. Ya se extrañó el gran rilkista toledano Antonio Pau, autor de  “Rilke, la belleza y el espanto”. ¿Es que en Toledo  nadie lee poesía? ¿ Es que los gobernantes están tan ocupados en recortar el dinero para los servicios públicos?  Hay una calle dedicada a Maurice Barres, un carca francés del que nadie se acuerda, otras a personajes mediocres, pero nada de Rilke. ¿Tendrán que ir miles de lectores de Rilke del mundo entero a dejar piedrecitas en el ayuntamiento? Si tanto dinero cuesta una placa de bronce pongan una de latón. O una de papel para que se la lleve el viento como lleva  los poemas.

 

 

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