Brisas donde nació Chopin

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   Por Antonio Costa Gómez

 

   No, no podía faltar aquello. Si recorría Polonia durante un mes en furgoneta, desde los montes Tatra al sur hasta el puerto de Gdansk al norte, pasando por los lagos de Mazuria, tenía que ir a la aldea donde nació Chopin. Está a 50 km al oeste de Varsovia, en las llanuras llenas de brisas de Mazovia que inspiraron algunas de sus composiciones. No, no podía faltar el música que ha llenado toda mi vida, desde que tenía ocho años en casa de mis tíos y tenían un tocadiscos y solo había un disco con la música de Chopin.

   Aquella mañana de agosto había una japonesa interpretando los Nocturnos de manera exquisita. Y todo se transformaba en aquella mañana y se resolvía en retazos y en sugerencias y en fragmentos reveladores de vida. Nos quedamos allí como en un recinto religioso escuchando como se esparcían aquellas notas que tenían lo más intenso y lo más desnudo, que nos atrapaban de la forma más indefensa y nos ponían ante la verdad de los instantes sin mediaciones. Estar allí escuchando aquello era como apoyar las sienes recién lavadas en el borde de la existencia.

     Ya el camino de llegada se prolongaba secreto entre los árboles. Dos troncos negros de los que salían infinidad de ramas delicadas nos indicaban que estábamos en el camino del misterio. Su efigie en piedra verdosa cubierto con una capa cerraba los ojos meditabundo en dirección a la vivienda entre la espesura. Nos desplazamos por las habitaciones mirando con fervor las habitaciones dedicadas a su padre y su madre, los retratos de sus hermanas Ludwika e Isabela, la cámara de música con un piano cárdeno entre las ventanas tapadas con visillos, el fragmento de manuscrito de una polonesa, sus mesas, sus armarios, sus sillas forradas de madera negra, los espacios entre los que se desplazaba como un espectro en mitad del tiempo, las vitrinas con sus objetos. Y ahora que pienso en aquello me vienen todos los otros lugares en que estuve donde vivió Chopin. El Museo de la Vida romántica en París que tiene su mano delicada sobre una consola. La cartuja de Valldemosa donde vivió con George Sand metido en la naturaleza y el silencio en medio de las incomprensiones cerriles que tanto sanciona la rebelde escritora en “Un invierno en Mallorca”. El palacio Ostrogski   de Varsovia donde está instalado el Museo Chopin que tiene sus manuscritos, su máscara mortuoria , sus partituras, sus cartas, el molde de su mano izquierda, que atravesaron con su delicadeza visionaria todas las convulsiones y brutalidades de la Historia. La tumba de Chopin en el cementerio Père Lachaise de Paris donde me sentí tan íntimamente resaltado en su presencia, como si fuera un compañero secreto que me reafirmara en mis mas escondidos pensamientos, en mis más atesoradas pulsiones. Creo que fue en la aldea de Zelawowa donde escribí : “ Chopin es el músico de mi vida”.

   En efecto Chopin me parece el músico de los músicos, y no lo digo por motivos técnicos ni pedantes sino como alguien que vive cierta música, y creo que la música debe ser para las personas y no para los entendidos, debe hacer vivir y no calcular y presumir. Chopin es algo increíble en toda la historia de la música y condensa las honduras del romanticismo. No hace grandes construcciones artificiales sino que se pliega a las pulsiones sorprendentes e imprevisibles de cada instante, a las infinitas variaciones del corazón, a los secretos paradójicos de los estados de ánimo. No hace música de día, donde los contornos están marcados y predominan las definiciones y las fronteras, sino música de la noche donde todo se mezcla, se hace impreciso como el espíritu, se vuelve inatrapable y difícil de encajar en palabras. Plantea lo inconexo y lo incoherente como un valor en sí, porque el interior del hombre es así de instantáneo, de inagotable y de incontrolable. No hace música como arquitectura sino como agua o como brisa, su música no es como un viento que derriba edificios sino como una brisa ligera que nos dice sutilmente en la piel quienes somos y el misterio que somos.

   Y nadie le ha igualado nunca en sutileza, en apreciación exquisita, en acercamiento a lo más impalpable, como se ve en sus leggerisimos o sus espumas de notas que parecen captar lo mas inasible de nuestro espíritu, algo tan revelador como el moverse de hojas sutiles en los árboles. Cuando tecleaba de esa manera casi imperceptible y leve, al borde mismo del silencio, se ponía también al borde mismo de nuestro interior y nos liberaba de forma gloriosa como no se hizo nunca. No se pueden comparar los clarines de músicos programáticos en sentido religioso o cultural con sus acercamientos a lo que la vida misma susurra sin imponerle ningún programa de antemano. En ese sentido Chopin es la música pura y es la esencia de la música y supera todas las construcciones y todos los conceptos. Y nadie puede sentirse nunca infinitamente más vivo como escuchando a Chopin. Y su música está en todos los sentidos en defensa de la libertad, por eso escribe Polonesas para defender la cultura polaca aplastada por los rusos, y escribe Nocturnos para defender las imprecisiones de la noche que las definiciones diurnas cercenan, y escribe Mazurcas para mostrar la cultura popular contra las construcciones pedantes, y escribe Impromptus o Preludios o Estudios como indicando que toda construcción rígida es una imposición y una mentira. Por eso a pesar de todas las melancolias y errabundeos la música de Chopin en el fondo tiene un sentido gozoso. Y como dice Boris Pasternak en un poema, nunca hace trampas y supone en música la sinceridad absoluta.

     Los Chopin vivían en el ala izquierda de la mansión del conde Skarbek, el padre de Chopin fue contratado como profesor particular de los hijos del conde. Allí nació el músico en el invierno de 1810. La casa estaba en muy malas condiciones y el suelo era de tierra. Más tarde los Chopin compraron la casa y el conde se suicidó. Hay un obelisco que lleva la efigie grabada del pintor en mitad de las espesuras de los árboles. La hiedra abraza la mitad de la casa que termina en chimenea y buhardilla. Alrededor de ella hay unos jardines bellísimos que incluyen puentes combados, senderos, pabellones, lugares de descanso, escaleras hacia un río, asientos. En una cafetería con paredes de cristal como la música de Chopin se puede sentir uno exquisitamente vivo. Y también se siente uno misterioso y enigmático sobre la Tierra. Chopin arranca en cualquier momento todo aquello de nosotros que no sabíamos como vivir.

   Ir allí fue una de las experiencias más exquisitas y secretas de todos mis viajes. Uno puede ir a enormes grandiosidades y mirar cosas deslumbrantes a bombo y platillo pero allí uno se recoge en sí mismo y se deja salir más allá de las retóricas y las frases, igual que con los Nocturnos. Y casi no sabe qué decir. Pero nunca olvidará que ha estado allí. Y que una mujer japonesa interpretaba una música que hacía conectar a todos los seres humanos del mundo entero con una cuerda intocable e irresistible. Las brisas de Mazovia se extendían sobre las colinas y los bosquecillos en los alrededores y nos llegaban inusitadamente a la piel y a los oídos como si casi no existiesen. Y nos indicaban que , como dijo un escritor, “ no hay nada más profundo que la piel”, y podríamos añadir : no hay nada mas perdurable que un instante.

 

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