«Un caso de predestinación», por Isabel Cañelles

Un caso de predestinación

Isabel Cañelles

No hay gente buena ni mala; solo hay afortunados o desgraciados. Al menos eso dice papá cuando ha bebido demasiado, tirado en el sofá con las manos clavadas entre los muslos y los ojos vidriosos a la luz de la vela.

Papá no es de los que beben para olvidar. Él lo hace para perdonarse por lo que pasó. O para perdonar al género humano, que es lo mismo.

Papá conoció a mamá allá por los 90 en los baños de La Vía Láctea, cuando ya era un antro decadente. Estudiaba periodismo y tenía mucha labia. Habría sido un progre de haber nacido quince años antes, pero se quedó en simple indie, que era la forma de ser progre de su generación. Hay una foto suya con mamá en Londres en la que parecía predestinado a incorporarse al bando de los desgraciados, con el abrigo negro calado hasta las orejas, las gafas de pasta, mirada fatalista y esa pose algo altiva con la que coge a mamá del cuello.

Mamá era un poco lo contrario, cauta e idealista. Al menos hasta que todo se fue a la mierda. Aunque cuando uno mira las cosas a distancia parece que estaban ahí desde antes, como el punto ese en el que todos nos hacinábamos antes de que le diera por explotar al maldito big-bang. En la foto mamá aparece encogida, con la sonrisa lánguida que ponía siempre para las fotos y un vestido corto con dibujos geométricos en tonos diferentes de malva. Están apoyados en una pared pintada de amarillo junto a un pub, ambos sostienen sendas pintas y al fondo se ve el puente de Camden Town.

Lo único que los unía a sí mismos era su amor mutuo. Lo que pasa es que les tocó vivir en una época en que el amor estaba ya desprestigiado. Los jóvenes se juntaban y se separaban en sus madrigueras urbanas a cámara rápida como topillos despistados, sin un sexo definido ni asomo de conciencia de por qué se juntaban ni por qué se separaban.

Poco después del viaje a Londres mamá puso en marcha una pequeña editorial y papá se quedó en el paro. Tampoco el trabajo que tenía, de redactor en una revista de música, era nada del otro mundo. Pero se trataba de un trabajo. Yo no sé por qué mamá eligió justo ese momento para que se compraran un piso. Papá no quería compromisos, vivía feliz en la pequeña boardilla que tenían alquilada. Pero mamá sabía ser muy persuasiva y, creo que ya lo he dicho, papá la adoraba.

Así que pidieron una hipoteca a treinta años y se compraron en la calle de La Vía Láctea un pisito de dos dormitorios. Mamá decía que uno de ellos era para los invitados, pero seis meses después de la mudanza empezó con la campaña para tener un hijo. Papá puso todas las excusas que se le ocurrieron. Que estaba en el paro. Los gastos que supondría. Que si la inminencia de una crisis mundial. Que si la inseguridad ciudadana. Pero era mamá quien decidía. Y papá por nada del mundo quería perder a mamá, desde aquella vez en que, poco después de hacerse novios, ella había hecho el amago de dejarlo, y eso le había provocado un amago de neumonía.

Mamá pensaba que tendría una niña a la que vestiría de nueva hippie y peinaría con trenzas. Al parecer, durante el embarazo no hacía más que soñar con bebés no más grandes que un hueso de aguacate que se le dormían en la palma de la mano. A veces, eso sí, se le caían por el sumidero del lavabo o desaparecían gateando debajo del sofá rojo del salón como si fuesen cucarachas.

De entrada la contradije en el sexo. Además, pesaba cuatro kilos y medio y estaba lejos de amoldarme a la palma de su mano. No quería mamar, así que crecí con biberones. Ella enseguida renegó de la maternidad, contrató a una chica que me cuidara y siguió con su editorial. Papá encontró un trabajo de comercial en una empresa de servicios informáticos y apenas aparecía por casa. No creo que fuese que no me quisieran. Era que cuando me miraban veían un vacío sin fondo.

Que a los veinte meses de tenerme mamá se quedase embarazada de nuevo, esta vez sin premeditación, y que acabase decidiendo no abortar, confirma que seguían ambos sin tener ni idea de quiénes eran. Papá se refugiaba en el trabajo, pero cada vez debía de mirar con más espanto aquello en lo que se estaba convirtiendo: un padre de familia, bastante alejado del indie fatalista que pronosticaba la destrucción del planeta cada vez que se fumaba un porro de maría con los colegas alrededor de una guitarra.

Yo tenía dos años y medio y, al parecer, empezaba a rebelarme contra el mundo. Lloraba en la guardería por las mañanas y con la niñera por las tardes, lo que debía de volver irrespirable el aire de la casa. Mamá tuvo que aceptarle un trueque a la vida: su flamante carrera de editora de éxito a cambio de un sueño ajado de patucos y baberos que ya no se creía ni ella. Tampoco de haberse volcado en lo primero habría tenido mucho futuro, porque eran los años en que se estaba implantando el e-book y las distribuidoras se disponían a lanzar el eructo postrero tras la digestión algo pesada del negocio editorial. Cuando uno la caga en la vida, suele hacerlo en todas sus vertientes, en las reales y en las hipotéticas.

De modo que mamá se volcó en Bruna con una voracidad a la que ella llamaba sensatez. A mí me dejó en manos de papá, en prenda por su indiferencia. Pero papá tenía las manos cada vez más ocupadas. Se había hecho comercial independiente y sus ideas se cotizaban alto en las multinacionales de tecnología punta del país. Tenía varios móviles y por cada uno hablaba en un tono y con un trato diferente dependiendo de a quién le estuviera vendiendo qué moto. Tenía también varios trajes, y los restos de sus camisetas de Nirvana le servían a la chica para limpiar el horno. Decía que estaba ahorrando para salirse de la rueda del capitalismo y poder llevarnos a vivir al campo en una autocaravana.

Mamá, sin embargo, decidió en el último mes de embarazo que para mejorar la calidad de vida teníamos que mudarnos a toda prisa a un sitio más espacioso y, a ser posible, bien alto, por lo del aire enrarecido.

Así fue como nos instalamos en un décimo piso con unos grandes ventanales en el salón que daban a la M-50. La urbanización era carísima y bastante inhóspita. Los columpios del parque tenían una capa de arenilla gris oscura que se pegaba a la ropa. No solía haber más de tres o cuatro niños, sentados impávidos con su cubo y su pala, sin reparar en el ruido atronador de la autopista. Al parecer, mis crisis de llanto se transformaron en una rabieta casi constante.

Especialmente desde el nacimiento de Bruna.

Yo veía al bebé colgado de la teta de mamá a todas horas y, en silencio, apretaba los dientes. Más que leche, Bruna parecía succionar hiel, porque cuanto más ansiosamente mamaba, más pataletas sufría. Mamá decía que eran cólicos, que no tenían importancia, pero era ella precisamente la que se angustiaba. Trató de convencer a papá de que contratasen de nuevo a una niñera, porque estaba harta de que yo anduviese merodeando todo el rato alrededor de ellas como un lobo acechante y no tenía fuerzas para hacerse cargo de los dos. Pero papá decía que ya estaba bien de librarse de mí, que “el crío” necesitaba el cariño de una madre.

Mamá se sentía enjaulada. Papá tenía por fin la llave de la jaula. A mí me dejó dentro con la fiera. Había días en que mamá me regañaba por cualquier cosa. Yo la llamaba puta. Ella me decía que era más bebé que Bruna. Yo la volvía a llamar puta. Ella hacía como que no me oía. Puta, volvía a decir. Entonces me zarandeaba. Puta, puta, puta, repetía yo. Me arrastraba del brazo hasta mi cuarto con Bruna agarrada a la cadera como una tijereta y me encerraba a oscuras. Yo lloraba. Ella abría la puerta.

—¡No lo puedo consentir! —chillaba.

—Puta —decía yo.

Era la palabra mágica. No sabía su significado, pero me valía. Mamá acababa llorando, tirada en la alfombra o el sofá. Aunque vivíamos en un décimo, el aire estaba aquel invierno de lo más enrarecido. Yo me pasaba toda la tarde esperando que llegase papá. Me agarraba a su pierna. Papá, papá. Jugábamos a las peleas en la alfombra de colores, junto a los ventanales. Le tiraba de la corbata y él se reía.

Otros días mamá me abrazaba, me besaba en el pelo y en el cuello.

—Tienes que perdonar a mamá, está muy nerviosa.

—Te perdono, mamá —le decía yo.

Y nos fundíamos en el amor.

Hasta que volvía a estallar y yo la llamaba puta y le decía que me quería cambiar de mamá. Con cada pelea ella se apartaba más de mí y se refugiaba entre los pliegues de los vestidos multicolores de Bruna, que aún no tenía pelo suficiente para trenzas pero a la que ya vestía de nueva hippie. Hacía meses que no tenía cólicos y era un bebé tranquilo, con una mirada que veía más allá de los pozos que la rodeaban. A veces tenía rabietas, pero no parecían estar motivadas por nada externo. Eran como porque sí, por una especie de deleite personal. Yo muchas veces sentía ganas de ahogarla con un cojín, pero ella se mostraba tan relajada a mi lado, que me contagiaba esa especie de respeto incondicional y me convencía de que los hermanos mayores no ahogan con cojines a sus hermanitas.

El día del primer cumpleaños de Bruna papá llegó tarde y encima había olvidado comprar la tarta que le había encargado mamá por la mañana. Yo no había ido al colegio porque tenía fiebre, y mamá y yo habíamos tenido dos peleas apoteósicas, que habían acabado en sendos ataques de tos por mi parte, lo cual había dejado a mamá desarmada y en un penoso estado de nervios. Se dedicó el resto del día a pasear frente a los ventanales, de un lado a otro del salón, como una hiena lo haría tras los barrotes del zoológico. Recuerdo su perfil oscuro lleno de aristas recortándose en el cielo gris avanzando hacia la derecha, y luego hacia la izquierda. El aire estaba más enrarecido que nunca cuando papá bajó a por una tarta helada al Day & Night.

Me gustaría recordar más cosas. Pienso que en esas dos horas está la clave, que un solo movimiento inesperado de papá o de mamá podía habernos salvado. Pero solo tengo que mirar la foto de Londres para decirme que no, que ya entonces estaba escrito todo en la mirada altiva de papá y en los ojos soñadores de mamá.

Ese día, por alguna razón, Bruna estaba alegre. Correteaba de un lado a otro con las botitas malvas que le había regalado mamá y las manos llenas de nata. Recuerdo que papá y mamá discutían en una esquina del salón. Mamá decía cosas como estoy harta, ya no aguanto más, ¿es que no lo entiendes? A veces salía disparada, cogía en brazos a Bruna y la abrazaba muy fuerte, como absorbiendo toda su frescura. Luego la dejaba en el suelo, volvía con papá y seguía hablando, y hablando, y hablando.

Hasta que sonó el móvil de papá. Mamá se calló en medio de un aspaviento. Papá la miró implorante. El móvil sonaba. Mamá estaba quieta. Papá se llevó la mano al bolsillo, sacó el móvil y miró la pantalla. Volvió a meterlo en el bolsillo. Lo sacó otra vez, se dio la vuelta con brusquedad y se lo llevó a la oreja. Mamá dejó caer los brazos, fue hacia el perchero, se puso el abrigo y se marchó de casa dando un portazo. Papá puso cara de desesperación, pero yo sentí una especie de alivio, como si la presión del aire se descargase un poco.

Luego todo fue muy rápido. Yo no sé por qué lo hice, si por aburrimiento o porque era demasiado tentador. Estaban los restos de tarta sobre la mesa. Y el cuchillo. Papá seguía en una esquina hablando por el móvil. Miré a Bruna, que daba saltitos en la alfombra de cuadro en cuadro. Me acerqué a la mesa y cogí el cuchillo. Me acurruqué en un extremo del sofá y me puse a rajar el cuero rojo del asiento. Quería saber qué había en el interior. Empezaron a salir plumas blancas, livianas. Yo estaba encantado. Rajé también el respaldo, e introduje la mano para lanzar al aire un puñado de plumas. Bruna se acercó, riendo. Agitó los brazos entre las plumas, alborotándolas. Yo también reía.

De pronto oí un bramido, una especie de fragor desproporcionado. Era papá, de pie, enorme, como un oso altivo y feroz. No sé qué cara debí de poner. Sé que papá me arrebató el cuchillo de las manos y lo llevó a la cocina. Sé que me puse a llorar. Y que Bruna también tuvo uno de sus ataques. Sé que papá volvió con las mandíbulas apretadas. Que oí otro bramido. A través de las lágrimas y las plumas, vi a papá con una silla en las manos golpeando los ventanales. Una vez. Dos. Tres. Sin dejar de rugir. El cristal se resquebrajó. A la cuarta, o a la quinta, no sé, cedió hacia fuera. Papá lanzó la silla hacia el cielo negro. Luego se encerró en el baño.

Pasó el tiempo. No sé cuánto. Papá no salía del baño. Yo sollozaba. Sentía como si acabaran de arrebatarme algo enorme, como el alma. A cambio, respiraba el aire fresco que por fin entraba por el hueco de la ventana y que hacía bailar las plumas a mi alrededor.

Bruna había dejado de llorar. Se acercó liviana, con cuidado de no pisar los cristales, al gran agujero negro en que se había convertido el ventanal. Llegó hasta el borde. Estiró el brazo como esperando encontrarse con algo sólido, pero la manita se hundió en el aire oscuro. Yo la miraba extasiado, con los ojos ahora secos de pura admiración. Era como un juego, un juego audaz al que yo nunca me habría atrevido a aventurarme. Oí la puerta del baño. Papá llegó al salón justo para bramar por última vez mientras veía a Bruna dar un saltito de nada —como si antes en la alfombra solo hubiera estado ensayando— hacia el cuadrado opaco. Las plumas seguían bailando a mi alrededor.

Y ya está, las vidas caen destrozadas así, sin una frontera nítida entre el hastío y la fatalidad. De una forma casi liviana. Todo se rompe y a la vez todo sigue ahí, no le da la gana marcharse. Papá continúa adorando a mamá, aunque hace veinticinco años que nos dejó. Habla mucho de ella, sin un átomo de altivez en sus ojos quebrados sobre la luz de la vela. Habla de su noviazgo feliz y del fin del mundo, de lo que ha de suponer para una madre volver a casa después de haber respirado un poco de aire fresco, limpio, quizá con olor a reconciliación, y encontrarse el edificio acordonado por la policía, cristales rotos en el suelo, una botita malva manchada de nata.

Lo he oído ya miles de veces, pero no lo interrumpo, le dejo que continúe mientras yo sigo a lo mío, tratando de entender por qué, después de tanto tiempo, siguen lloviendo plumas a mi alrededor.

Sobre la autora

Isabel Cañelles es escritora y profesora de Creación Literaria. Ha impartido clases desde hace veinte años en diversos talleres e instituciones. Es la fundadora de la Escuela de Escritores, que dirigió hasta octubre de 2006. Actualmente, da clases de Narrativa presenciales y a distancia por su cuenta. Es autora del libro La construcción del personaje literario, editado en 1998 por Ediciones de Escritura Creativa Fuentetaja, y coautora de diversos manuales de Teoría y Práctica del Relato. Resultó ganadora del Concurso Ciudad de Alcalá de Narrativa en el año 2007, con la colección de relatos Los cuentos de amor ya no se llevan y ganó un accésit en el Concurso Miguel de Unamuno de Relatos en el año 2010 con el cuento Pensé que era alérgica al sonido de la balalaica. Tiene relatos publicados en múltiples antologías. Sus obras están a disposición del público en formato digital en su página web.

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