En los fiordos el mar se queda dormido

Por Antonio Costa

 

 

En los fiordos el mar se adentra por laberintos en la tierra, se va calmando, se olvida de sus grandezas , entra por vericuetos cada vez más tranquilos, se adelgaza progresivamente y al final se queda dormido junto a pueblos lejos del mar, arrebujados , protegidos. Los glaciares excavaron abismos en la tierra y el mar entró en ellos para soñar y olvidarse.

Estaba con un amigo en Bergen, la ciudad más bonita de Noruega, habíamos en coche hasta el Cabo Norte, el punto habitado más al norte del mundo. Andábamos entre las casas de madera cerca del barrio del puerto con sus espolones de carga en lo alto que recordaban la prosperidad de las ciudades de la Liga Hanseática. Pero ésta era la que estaba más al norte, más cerca del mundo hiperbóreo y del olvido, y tal vez por eso mismo estaba tan viva y llena de estudiantes. En el Museo Hanseático miramos los barcos de los vikingos, el mobiliario de las casas antiguas, los mapas ahumados de los mares. Entramos en la iglesia de piedra de Santa María con sus torres vagabundas y admiramos a la Virgen María como una doncella vikinga acompañada por san Olaf En el mercado admiramos carne de ballena, salmones, bacalaos, caviar, y todos los pescados traídos por los barcos intrépidos de los mares del norte. En el museo Rasmus Meyers admiramos el hombre melancólico junto al mar de Edward Munch que como todas las figuras de Munch se sitúa inquieto ante la existencia como alguien que de pronto en la soledad descubre que existe y no sabe bien qué es eso.   Cogimos el funicular hasta el mirador de Floyen y admiramos la ciudad desde arriba con sus agujas de madera y sus tejados apuntados. La torre Rosenkrantz nos exaltaba con su cebolita verde y el antiguo Ayuntamiento con farolitos nos asombraba por su modestia.

Y entonces se nos ocurrió recorrer el barco el fiordo Sogne. Es el más profundo de todos , tiene 1300 metros de profundidad, y hace unas curvas larguísimas hasta meterse en el corazón más secreto de Noruega. Había que ir a Flam, en lo más escondido del fin, a través de las montañas y allí coger un barco de línea. Yo no soy hombre de cruceros, quiero vivir la vida real de los países, no echar miradas distraídas mientras me sirven un cóctel.

Nos desplazamos a Myrdal en el tren que iba a Oslo y allí se cogía uno de los trenes más alucinantes el mundo para ir a Flam. Surcamos la nieve, atravesamos túneles, bordeamos lagos, mirábamos continuamente cascadas. Había unas pendientes tan vertiginosas que se necesitaban varios sistemas de frenado. El tren paró en Kjosfonnen y todos saltaron a tierra para hacer fotos, pero el espectáculo era tan asombroso que no cabía en los ojos, y sonaba el agua como una alegría mitología en medio de los Alpes escandinavos.

Recuerdo que iba un italiano ligón, que no paraba de hablar de mujeres y mi amigo y él se enzarzaba en conversaciones y casi no miraban el paisaje. Les recordé que habíamos pagado un billete carísimo y ahora se estaban perdiendo las visiones por enzarzarse en una palabrería interminable. El italiano se fue al fondo y trató de entrarle a una de las azafatas que lo miraba con asombro indulgente. Volvió sin conseguir nada pero al menos lo había intentado. Se tomaba su actividad con una especie de pundonor, no podía dejar de desempeñar su papel. Lo que más me fastidia es como tantas veces no podemos callar, no podemos escuchar el mundo, ni siquiera mirarlo, por nuestras palabras perdemos continuamente la vida. Como diría Rimbaud : “Por delicadeza, yo he perdido mi vida”.

Flam estaba allá abajo, en lo más escondido de Noruega, tenía un camping y unas pocas instalaciones, y sobre todo un puerto para ir a todas las poblaciones que se repartían en los rincones más secretos del fiordo. Tuvimos que esperar unas horas para subir al próximo barco que nos llevaría hasta Bergen. Al fin lo hicimos y si subirse a un barco siempre tiene el mismo fondo de aventura que ya tenía para los fenicios o para los vikingos subirse a aquel era como ir a recorrer poblaciones dormidas, formaciones de abetos que bajaban a espiar el agua, montañas que dejaban en lo más hondo el mar hecho un pensamiento, casas que estaban arrebatadas en medio de la naturaleza más loca fantaseadas por el agua del mar.

Hacía mucho viento y agitaba todas las colgaduras del barco. Todos se metieron dentro de la cabina pero yo quise estar fuera junto a la baranda cerca del mar. El viento me agitaba el pelo, me hacía sentir la cara, y repasaba en soledad furiosa toda mi vida, y los ojos silenciosos se me iban llenando de aquellas poblaciones y bosques de coníferas a medida que pasaba el barco, y soñaba todas las grandiosidades, y me imaginaba metido en alguno de aquellos puntos en la ribera que conectaban secretamente con el mundo entero. Y había cataratas como hilos vibrantes que saltaban por tramos los precipicios y había gaviotas solitarias que se aventuraban sobre el barco y había remansos verdes que las montañas extendían como dedos. Pasamos Vangsnes donde se ven las cumbres nevadas y la estatua del vikingo Fritjof vigila el transito del fiordo. A la derecha estaba Balestrand donde las casas blancas bajan gradualmente hasta el agua y donde la iglesia de madera levanta su aguja por fragmentos. Luego el fiordo se iba haciendo más ancho y el mar iba recuperando su autoconciencia. Pero avanzábamos por él como si fuéramos por otro mundo y de hecho yo fui durante horas callado dejándome invadir por aquellas grandezas.

Bordeábamos la isla Sula donde casas rojas con embarcaderos casi se bañaban en el agua y donde una carretera acababa en la orilla para que los barcos cogieran un ferry y siguieran camino por el lado sur como si no pasara nada. Y entonces entrábamos de verdad en el mar abierto y ya estábamos en lo que es el mar realmente y mirábamos en él todos los caminos y todas las travesías y teníamos que despertar a las distancias. Y ya cerca estaba Bergen , bajábamos por el Mar del Norte que noveló Knut Hamsun a través de un montón de salpicaduras de islas y llegábamos de nuevo a la ciudad hanseática y nos metíamos en el abrigo del puerto interior hasta llegar a las mismas narices del ayuntamiento.

Entonces era el momento de recordarlo todo tomando una cerveza gigantesca en un bar del puerto del Torget, el mercado del puerto, mirando otra vez la calma soñadora del mar por el cual los barcos iban y venían de unos sueños a otros sueños.

 

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