¿Es egoísta el amor romántico?

Por Coral Herrera Gómez

 

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 “(Yo) lo hago todo por ti y tú no haces nada por mí”, “(Yo) necesito que me cuides”,

“(Yo) quiero que te sacrifiques por mi”, “(Yo) no quiero que te vayas”, “Siempre soy

(yo) el que llamo”, “Siempre soy (yo) la que empiezo”, “Nunca me dices que me

quieres” , “Si tú me dejas (yo) me muero”….

 

La pareja es una especie de pacto de convivencia, de construcción en común de una estructura sólida; es también un contrato económico y social, especialmente en la etapa reproductora. El papel que cumple como cohesionador social es fundamental para el mantenimiento del patriarcado, el capitalismo y las democracias, ya que de la pareja es el precedente «natural» de la familia nuclear tradicional, que es la base de todos estos sistemas de organización.
El romanticismo fue un movimiento ligado estrechamente al desarrollo de la burguesía, y por tanto ligado al individualismo y a un modo de vida ocioso con las necesidades básicas cubiertas. Es en el siglo XX cuando la clase obrera adopta la fórmula de emparejarse por amor, gracias al trabajo de las industrias culturales, que han expandido este ideal romántico por todo el planeta.

 

Pese a que la pareja es una práctica individualista vivida por dos personas, lo cierto es que tiene mucho sentido en un mundo concebido como el nuestro. Decía D.H Lawrence que la pareja es una especie de «egoísmo a dúo«. Nos organizamos jerárquicamente y nos deshumanizamos en las grandes ciudades, tenemos un reparto de la riqueza desigual e injusto, cunde el anonimato, las depresiones, la competitividad entre nosotr@s… en la lucha por la supervivencia, es más duro caminar solo que acompañado. Sólo que en lugar de juntarnos en pequeños grupos de ayuda mutua y funcionamiento solidario, nos limitamos a compartir penas y alegrías, placer y proyectos vitales con una sola persona.

 

En una sociedad  pensada en pirámide donde los de abajo soportan el peso de los que alcanzan las cimas de poder y dinero, la pareja puede ser un oasis de igualdad y de ayuda mutua enormemente valioso. No sólo para la reproducción (obviamente es más duro criar a un bebé tu sol@), sino para hacer frente al mundo. Compartir la vida en pareja supone tener cerca a alguien que te valore y te considere especial, diferenciándote así del resto. Alguien que te abrace cuando lo necesites, que te proporcione momentos de placer intenso, que te escuche cuando quieras desahogarte, que te anime en momentos de bajón emocional o psíquico…  Cuando un@ está atormentado por las dudas, por ejemplo, siempre siente menos angustia si se pueden expresar en voz alta, si podemos obtener consejo de otro, si podemos sacarlo de nuestro interior. Si te echan del trabajo, todo es más fácil si tu pareja te apoya económica y emocionalmente. Si tienes problemas familiares, tu pareja puede ser tu fuente de desahogo y a la vez un modo de desconectar de esos problemas.

 

Si la relación es igualitaria y equilibrada, la generosidad de uno incentivará la del otro, y viceversa. En lo que uno flojea, el otro o la otra puede cubrir esa carencia, aportar algo que el uno no tiene. Y en ese aportar se suman fuerzas y energías; por eso el saber que hay alguien con quien se puede contar incondicionalmente es consolador y reconfortante. Nos proporciona una especie de colchón, sabiendo que si yo no puedo tirar del carro, tirará el otro, al menos por un tiempo. Porque en pareja a veces nos toca dar y otras recibir; es una especie de equilibrio que siempre hay que trabajarse mucho para que no exista descompensación. Cuando solo un miembro de la pareja lleva a cabo muchas más renuncias y sacrificios en pro del otro, el equilibrio se rompe. Lo más probable es que la persona que se sacrifica y siempre cede se sienta mal porque no se le valora lo que da, o porque no recibe ni la mitad de lo que da. En ese desequilibrio surgen el rencor y los reproches, elementos perfectos para acabar con la relación erótica entre dos personas.

 

Lo curioso del tema es que este apoyo mutuo, esta sociedad limitada, este compartir penas y alegrías, este equipo frente al mundo, sea sólo entre dos. Si pudiésemos funcionar en pequeños grupos donde cada uno da lo que tiene y aporta lo mejor de sí, nuestra sociedad sería menos desigual e injusta, y funcionaría más por relaciones de solidaridad y cooperación que por intereses propios.

 

Sin embargo, de entre las cientos de personas que conocemos, sólo una puede ser  la elegida para formar un equipo frente al mundo. Alguien especial de quien nos enamoremos y nos lo de todo. Ese todo es una reminiscencia de la paz, el calor y la seguridad del vientre materno, al que ya nunca volveremos. Es también un anhelo de acaparar cuidados y obtener protección y amor incondicional, como la que obtenemos en las relaciones entre padres/madres e hij@s.

 

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En este todo se encuentra la llave del egoísmo, porque entraña una tremenda responsabilidad para un@ sol@; quizás por eso el amor romántico es permanente fuente de frustración. Nadie nos lo da todo porque la pareja no es ni debería ser la única fuente de emociones positivas. Nuestras redes sociales nos estimulan, nos enriquecen, nos hacen sentir que tenemos un lugar en el mundo. Por eso el aislamiento de la pareja, el pedir exclusividad a una persona, centrar todo nuestro tiempo y energía en un compañero o compañera que nos haga felices y nos acompañe en todo el camino y para siempre, es una quimera, especialmente hoy en día, que nadie está satisfecho con lo que tiene y el amor ideal se convierte en una búsqueda perpetua y una insatisfacción permanente.

 

Hombres y mujeres hemos sido enseñadas a establecer relaciones de dependencia mutua en el que dos egos son más que suficientes. Cada uno de esos egos con sus intereses personales, sus deseos, sus miedos y sus frustraciones. A menudo esos egos se relacionan desde el capricho o el temor a perder a la persona amada, de modo que resulta muy difícil la práctica del desapego y la generosidad, porque lo queremos todo y ya, y en exclusiva.

 

A las mujeres educadas en sistemas patriarcales como el nuestro, se nos ha enseñado a ser mimosas, a reclamar un trato delicado y especial por parte de nuestr@ compañer@, a exigir el rango de reinas, a pedir que se nos tape cuando tengamos frío, que se nos defienda ante otros hombres, que se nos proteja como a niñitas asustadas. A los hombres se les ha enseñado a ser protectores, pero también quieren compañeras incondicionales, comprensivas, que estén atentas a sus necesidades y deseos, que les cuiden cuando enferman, que les refuercen la autoestima cuando florecen sus inseguridades.

 

 “Si tú no vas a la cena de empresa de esta noche, anulo mi cita con mi ex novio”
 “Si no vas a la acampada de tu grupo de montaña, yo paso de la despedida de soltero de mi amigo”

 

Los celos, por ejemplo, son un claro síntoma del egoísmo del amor romántico. Nos ponemos celosos y celosas cuando nuestro objeto de amor desvía su foco de atención de nosotros a otra persona o actividad. Hay amantes que no solo tienen celos de una persona atractiva o deseable, sino también de la madre, el padre, los hijos, los amigos o las amigas de su amada. Hay amantes que no soportan las pasiones propias de su amado o amada, porque le quitan tiempo al celoso para disfrutar del amor. Por ejemplo, es muy común que la gente exija al otro que deje atrás sus hobbies (esquiar, ir al teatro, pintar, leer, viajar, aprender bailes del mundo…) cuando se unen en pareja. Al amado le puede parecer que ese acto de sacrificio es una prueba de amor, pero en realidad es otra forma de “cercar” al amado, de tenerlo para sí, de conseguir que su tiempo sea para nosotros, de lograr que se centre en nosotros en lugar de repartirse con generosidad.

 

En ocasiones no sólo se dejan los hobbies, sino también las pandillas, y se pasa a un modelo más individualista: tú y yo, y si acaso dos parejitas más como tú y yo. Porque solteros y solteras sólo provocan inquietud o desasosiego; son un elemento por el momento desclasificado, desemparejado, y a veces se interpreta su presencia en un evento social como un peligro para los emparejados, porque su unidad absoluta, su soledad, crea malestar en un mundo de pares. Entonces estas parejas acotan su terreno, limitan su vida social, y se lanzan a vivir la felicidad del dúo, a veces sostenida por el miedo a que esa unión se rompa por la mitad.

 

El egoísmo de la gente enamorada a veces asusta. Sobre todo la gente que está deseosa de darlo todo; porque normalmente se da todo para recibirlo todo, no para malgastar gratuitamente tiempo y energía. Es como una especie de inversión: te lo doy todo, me hago imprescindible para ti, y a ti no te queda más remedio que ser tan intenso y “generoso” como yo. Es la gente que te reprocha que lo hace todo por ti y tú no estás a la altura. Es la gente que quiere que te adaptes a su ritmo aunque tú lleves otro. Es la gente que te cuida para que se lo agradezcas, y para que correspondas. Si no sucede así, ya está el sentimiento de culpa judeocristiano para recordarte que no estás dando lo mismo que estás recibiendo.

 

El enamorado egoísta quiere que cambies una reunión de trabajo solo para que le demuestres lo importante que es para ti. Al enamorado egoísta le encanta que anules una cena con los amigos y que lo hagas por él/ella, le entusiasma que no acudas a un concierto que para ti es importante si a él/ella no le apetece mucho. El enamorado egoísta jamás te anima a que llames a ese amigo que hace mucho que no ves, ni aunque sepa que vas a disfrutar mucho. El egoísta considera que los mejores momentos de tu vida tienes que vivirlos con él, y no se hace a la idea que tu mundo afectivo sea rico y variado, y que esté compuesto por familia y gente a la que aprecias y es fundamental en tu vida. El egoísta quiere cubrir el puesto más alto de tu jerarquía emocional, quiere constreñir tu sexualidad con el contrato de fidelidad en la mano, quiere ocupar todo tu tiempo libre y limitar tu libertad de movimientos.

 

En los celos y en el egoísmo yo veo mucho miedo; nos aferramos de un modo tan enfermizo a la gente porque no queremos estar solos, porque necesitamos ser lo más importante para alguien, como si eso le diese algún sentido a la existencia humana, como si eso nos asegurase la eternidad. Ser especiales para alguien, serlo todo incluso después de la muerte; es un anhelo faraónico que nos lleva a imaginar al amado como el colmo de nuestras aspiraciones. En el proceso de fusión con la amada hay un deseo de inmortalidad, y en un plano más terrenal, de ser necesarios, significativos, útiles. Por eso compartir el afecto de alguien a quien amamos con toda su gente resulta poco menos que imposible para un amante posesivo, celoso y egoísta.

 

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El romanticismo está, inevitablemente, centrado en el yo; en el siglo XIX se ensalzó la subjetividad como modo de relacionarse con el mundo. Tanto en las artes y las ciencias, como en la vida cotidiana, el yo es la fuente de inspiración romántica, el lugar donde se crean los sueños,  allí donde se pretende confundir la realidad con el deseo. Los escritores y sus protagonistas son personajes excesivos que transforman imaginariamente su realidad porque no les gusta tal y como es. No soportan la soledad inherente al ser humano moderno, por eso tratan de mitigarla o anularla con la grandiosidad de la fusión erótica entre dos personas, elevándola a la categoría de la eternidad y lo sublime. Desde mi punto de vista, el prototipo del sujeto romántico es infantil, narcisista, sufridor, protagonista de la historia de su vida. Y la posmodernidad ha heredado esa ñoñez hipersensible, caprichosa y vulnerable.

 

El romanticismo es egoísta porque siempre se parte desde el ego para crear o para pensar el mundo, porque este ego se alimenta de soñar con voluntades ajenas doblegadas por el amor, porque incurre en continuos procesos de victimización y autodestrucción heroica y grandilocuente que le hará un hueco en la Historia.

 

Por eso nuestra forma de amar actual, heredera de aquel movimiento decimonónico, está basada en la posesividad, en la apariencia por encima del ser, en el apego y el miedo, en la necesidad más que en la libertad. A menudo los enamorados más egoístas están enamorados del amor más que de las personas; por eso nunca encuentran su media naranja.
Porque el amor es en sí un mito y los amantes son personas de carne y hueso: la idealización de cualquier cosa, evento o persona conlleva, lógicamente, la decepción y el desencanto. Idealizar es, de algún modo, adornar a una persona con sus atributos magnificados por la distancia o por el deseo. Idealizar es admirar algo o alguien que no conocemos bien, pero que nos infunde respeto y fascinación a la vez, porque lo dotamos de un poder sobrenatural o de un brillo cegador.

 

Si los románticos son proclives a esta frustración  es porque la fusión entre dos personas no es nunca total; somos unidades, absolutos en sí; no seres imperfectos a la espera de ser completados. De modo que por mucho que tratemos de vivir el amor como una ola arrasadora en la que toda nuestra vida (trabajo, amigos, familia, y otras pasiones) queda sepultada, la realidad es que nadie puede, por sí solo, cubrir todas las necesidades afectivas de una persona.

 

También es desgarrador pensar que nadie puede eliminar de nuestra vida la soledad que nos acompaña de la cuna a la tumba; la realidad es que la gente no nos pertenece, sino que nos acompaña en el camino un tiempo. Nuestros padres se mueren, nosotros acompañamos un tiempo a nuestr@s hij@s. Por nuestra vida pasan amantes, amigos, conocidos, pero nos resistimos siempre a dejarles marchar. Cuando asumimos la pérdida nos entristecemos profundamente, pero esto se acentúa en el caso de las personas que están enamoradas; el amor no correspondido, decía Freud, es uno de los dolores emocionales y psíquicos más duros para el ser humano. La muerte y el desamor nos privan de las personas a las que amamos, y cuando se van no sólo dejan un vacío, sino que además,  hemos de recomponer toda nuestra estructura vital para poder sobrevivir, porque ésta se desploma si la hemos concebido para no vivirla en solitario.

 

Creo, además, que el romanticismo aumenta exageradamente nuestra sensación de soledad, precisamente porque deja su propia felicidad en manos del amado o la amada. Tremenda responsabilidad, ya que no podemos pedir que la misión de alguien en su vida sea tenernos continuamente distraídos para no pensar en nuestra soledad, en la muerte, en el dolor o el miedo. A menudo le pedimos a la pareja que nos rellene el vacío vital que nos acecha, pero nadie puede rellenar agujeros negros de ese tipo de manera total, porque absorben materia y energía infinitamente. Y porque una de las principales causas de adulterio y divorcio es, precisamente, el aburrimiento. El individual y el vivido en pareja: rutina y monotonía son nefastos para la pasión.

 

 

Conclusión

 
Lo mejor sería disfrutar de la gente sin miedo a perderla, y desterrar de nuestras vidas la necesidad, que es antierótica total. Es difícil, pero en pareja lo ideal sería tratar de ser felices cuando el otr@ sea feliz sin nosotr@s. Disfrutar cuando el otr@ disfrute, aunque no sea con nosotr@s.

 

Lo ideal sería aprender a llenar nuestro vacío con cosas nuevas; sin exigirle a nadie que lo llene. Aprender a disfrutar de la soledad, aceptarla como compañera de viaje. Aprender a repartir y compartir el amor de nuestra amada o amado con mucha más gente. Expandir el sentimiento amoroso, no constreñirlo y enfocarlo en un solo ser humano. Diversificar y ampliar nuestras redes de afecto y cariño, y cuidarlas para crear intercambios de cariño y ayuda mutua. Lo ideal, sería practicar, en definitiva, ese sentimiento gozoso que nos invade con la generosidad, uno de los pilares básicos de las relaciones humanas, y expandirlo al resto de la comunidad.

 

Pero al acabar de leer este párrafo seamos realistas, porque eso sería lo ideal…

 

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