El neoconservadurismo: sobre un libro de Fernando Vallespín.

De la ya clásica y enciclopédica Historia de la Teoría Política, coordinada en la última década del pasado siglo por Fernando Vallespín, quiero destacar aquí el capítulo dedicado, en el volumen 5, al neoconservadurismo. De todas las corrientes del pensamiento político contemporáneo que surgen, directa o indirectamente, como una reacción ante (contra) la Revolución Francesa, acabará cristalizando esta visión de lo que debe ser la sociedad y el Estado, que hoy domina ampliamente (más allá del Partido Político de turno en el gobierno), al menos en Europa y en los EE.UU., impregnando una buena parte del imaginario colectivo (incluidas las gentes que se identifican con un ideario más o menos nebuloso, de “izquierdas”).

 

libro de Vallespín

 

El neoconservadurismo se estructura desde los años 1950 como una fórmula que aglutina, por una parte, la ideología del liberalismo económico más dura -los que enseguida se conocerán, en la estela de los economistas de la Escuela de Chicago, como neoliberales-; y por otra, las corrientes conservadoras y tradicionalistas del stablishement protestante norteamericano. Del primero, adoptará la tesis de que el Estado y la sociedad deben amoldarse a las exigencias y normas de una institución pre-política: el libre mercado. En cuanto a la segunda, aportará al neoconservadurismo su visión de la familia y la religión cristiana, como instituciones claves del orden social. Mercado, familia cristiana, y una buena dosis de patriotismo, conforman el cóctel del ideario neoconservador que, de un modo u otro, domina y auto-limita hoy la escena política en occidente.

Según la interpretación del profesor Vallespín, un sector importante de liberales y conservadores tradicionalistas, en especial en el mundo universitario y político norteamericano, empezaron a constatar y a criticar las consecuencias del Estado del Bienestar establecido sobre bases keinesianas, en EE.UU., y en Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de la Guerra fría. Autores como Bell analizaron, en primer lugar, lo que se llamaría el fin de las ideologías, para derivar inmediatamente hacia un rechazo fundamental de la sociedad del bienestar y la contracultura de los años 1960/70, que a su juicio, acabarían poniendo en peligro el sistema capitalista y el propio estado liberal (República).

 

Bell El fin de las ideologías

 

La principal falla del Estado del Bienestar era que producía en los individuos y los grupos sociales favorecidos por él unas expectativas desmesuradas, tanto en derechos civiles como en bienestar material. La idea básica de estos autores era que, puesto que el sistema económico seguía apoyándose en el crecimiento y la acumulación privada del capital, el reparto (redistribución) social de sus beneficios no podía hacerse contra la lógica misma del capitalismo de libre mercado, sin inhibir y destruir las bases mismas de ese crecimiento. A partir de ahí, era muy sencillo concluir que, sin crecimiento económico desaparecería el excedente a repartir. Luego el Estado, ineficaz y sospechoso por definición para el liberalismo clásico, debía desembarazarse cuanto antes de esa función de redistribuidor de la renta, de agente al servicio de las necesidades sociales, para recuperar su papel mínimo indispensable en el orden económico capitalista.

Surgía aquí un problema: El Estado del Bienestar era también un eficaz agente pacificador del conflicto social, inherente al desarrollo del capitalismo de empresa. ¿Qué ocurriría cuando los individuos y los grupos sociales, abandonados a su suerte por el “papá Estado”, llevasen su malestar y su disconformidad al plano político que, recordemos, en los países desarrollados era un sistema de elecciones y partidos, dispuestos a prometerlo todo para ampliar su base electoral en cada elección. La única solución que se les ocurría a estos fundadores del neoconservadurismo era devolver su alma al capitalismo. Según ellos, el propio desarrollo del capitalismo de libre mercado había favorecido un individualismo extremo que, si a corto plazo se mostró útil y funcional al sistema, a largo plazo resultó nefasto, al erosionar las fuentes de legitimación trascendentes de la sociedad, así como las agencias primarias de socialización del asentimiento: a saber, la religión y la familia. Se trataba, entonces, de revitalizar ambas instituciones con sus contenidos culturales correspondientes, para acomodar a los individuos y los grupos sociales desprotegidos por el Estado, a conformarse, en bien del sistema económico y político establecido.

Uno de los obstáculos más peligrosos y nefastos para esta refundación espiritual del capitalismo, según analiza el profesor Vallespín en estos autores, eran los intelectuales y la tradición ilustrada francesa (y alemana), que había puesto en la crítica del mundo y en el poder de la razón humana las claves para alcanzar, por la vía de la reforma o de la revolución, una sociedad y un Estado más justos y aceptables. Frente a esta clase, esta aristocracia del espíritu, habría que levantar una barrera de prevención y de desconfianza, hasta reducir al máximo, su influencia perniciosa y destructiva sobre la gobernabilidad. Frente al intelectual anómico y desclasado, habría que reivindicar, según los neoconservadores, al técnico, al profesional liberal, al científico, que aportan su saber hacer y su conocimiento real, frente a la mera palabrería, como un capital positivo para la sociedad en la que viven, y no como una herramienta de destrucción del propio orden social.

Todas estas construcciones intelectuales pasaron al imaginario colectivo, dibujando una buena parte del sentido común que hoy impera, no sólo entre nuestra clase política sino en la mayoría de la sociedad: hay que trabajar más y ganar menos; el futuro es de los que se esfuerzan, si tienen suerte y talento; no hay que perder el tiempo en elucubraciones estériles; el arte y el pensamiento están muy bien, pero después del duro trabajo; quien no arrima el hombro y no se adapta a las posibilidades del mercado, es un parásito y no merece ninguna ayuda de nadie; las deudas son sagradas como la vida; sólo hay los que triunfan y los que fracasan (siempre, de un modo u otro, por su culpa, por incapacidad, torpeza, mala fe, por no haber sabido aprovechar bien las oportunidades, etcétera); todo lo que hace el Estado es ineficaz y se basa en el derroche; todo lo que hacen los individuos y las empresas privadas, es justo, eficaz, y beneficioso a la larga, para el progreso y la sociedad; la familia es una institución natural y sagrada; hay que creer en algo trascendente o sucumbir al nihilismo; si alguien es dueño lícito de una cosa, tiene derecho a disponer sin cortapisas sobre ella; los impuestos son un abuso contra la laboriosidad y el esfuerzo concertado de las empresas, que crean el trabajo y la riqueza de un país, pero que tienen derecho a irse libremente cuando y donde quieran si se ven atacadas en sus derechos; el riesgo legitima el beneficio, etcétera. Como se ve, estos valores no son nuevos, proceden en su mayoría de lo que Max Weber analizó ya magistralmente en su obra: “La Ética protestante y el Espíritu del Capitalismo”. Lo nuevo es el ensamblaje de tradicionalismo (reaccionario en muchos puntos) y liberalismo económico, que conforma esta nueva ideología dominante: el neoconservadurismo.

 

La ética protestante

 

Como toda ideología, ya sea en su nivel de racionalización más alto, ya en la esfera de la creencia popular, ésta ofrece la ventaja de un fácil acomodo del sujeto a la realidad en la que vive, (siempre más compleja y cambiante que sus definición a priori); pero también tiene un inconveniente: establece un límite mental y práctico difícil de rebasar, incluso cuando los hechos lo aconsejan. Un límite que, en el mundo convulso y en crisis en el que nos ha tocado vivir, podría acabar siendo peligroso, al dificultar la imaginación política ante los nuevos conflictos y problemas, por ejemplo. El tiempo dirá si estuvimos o no, a la altura de nuestra época, y qué parte le correspondió a la ideología y al pensamiento libre.

 

 

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