Por la imaginación política

“Lo que es bueno para las multinacionales y los mercados, es bueno para la humanidad”. Este podría ser el eslógan de nuestra época de globalización. Aunque así formulado, encontraría pocos adeptos incondicionales, incluso entre los más acérrimos neoliberales, se ha llegado a la curiosa situación siguiente: todas las instituciones, gobiernos y personajes influyentes en la actualidad, aceptan la necesidad de la globalización del capitalismo. Aceptan, con entusiasmo, indiferencia o resignación, que el mundo en que nos ha tocado vivir está regido por este principio incontrovertible, plasmado en el eslógan. Y puesto que esta es la cruda realidad, no cabe oponerse a ella con ideas y menos aún con programas políticos o económicos alternativos. A esto llamo yo la crisis de la imaginación política de las élites contemporáneas.
El capitalismo es la marca inconfundible y primera de nuestra época y nuestro mundo social. Por supuesto, se puede definir desde muchos puntos de vista, con mayor o menor precisión o ambigüedad: por ejemplo, describiéndolo como aquella forma de sociedad que cumple, al menos, estos tres requisitos: la propiedad privada de una parte substancial de los medios de producción; el mercado libre, donde se forman y circulan los bienes y servicios producidos y el trabajo, y donde se esclarece el valor y el precio de los mismos, traduciéndose en pérdidas o beneficios, con la consiguiente acumulación de capital; y la fuerza de trabajo libre, que se contrata por las empresas según la oferta y la demanda, por un precio o salario.
Aun así definido, el capitalismo es un término lo suficientemente ambiguo y amplio como para englobar prácticamente el conjunto de nuestras sociedades contemporáneas (con la salvedad de sus márgenes, más o menos exóticos, como la agricultura doméstica, el trabajo esclavo o la economía residual, no productiva, de algunas tribus y pueblo «primitivos»).
Todos los partidos políticos e ideologías organizadas actualmente, desde la izquierda socilademócrata hasta la derecha neoconservadora, que aspiran o participan en tareas gubernamentales, aceptan que el capitalismo globalizado es la realidad central e incuestionable, de nuestro mundo: no una realidad construida por las personas y sus relaciones, su historia, sus luchas y su cooperación, etcétera, sino una expresión natural de nuestra condición humana, frente a la que no cabe más que la resignación o el entusiasmo, más o menos explícito.
El ser humano es egoísta, miedoso, imaginativo; persigue ante todo, su propio beneficio, su bienestar y el de los suyos; pero no quiere entrar en una guerra abierta con los otros. Para ello, el campo de batalla natural es sustituido por las instituciones pacificadoras y pacificadas, claves, del Estado y el mercado libre. Tal es el mito liberal, formulado de mil formas, hoy aceptado por toda la clase política, y el límite de la imaginación política contemporánea.
La prueba histórica más cercana de este aserto sería el fracaso y el colapso de los regímenes comunistas desde los años 1980. Pero no porque estos regímenes representasen otra opción, alternativa y distinta a la del capitalismo (pues si ampliamos la definición del término “privado” más allá del individuo contemplado por el código civil napoleónico, liberal, a los grupos o élites políticos, la forma de produción y distribución de las sociedades comunistas puede definirse como un capitalismo de Estado, eso sí, más ineficiente que el capitalismo liberal al cortocircuitar, por la inexistencia de un mercado libre, el móvil genuino de los agentes económicos, que no es otro por nuestra condición humana, que la búsqueda del interés y el beneficio propio). Estos regímenes de capitalismo de Estado no fracasaron tampoco por su deficit democrático o moral, sino porque representaban una forma incompleta e imperfecta del capitalismo, único régimen social posible en las sociedades humanas a partir de un determinado nivel del desarrollo de la división del trabajo.
No hay pues, ninguna alternativa. La realidad cruda y dura es que los seres humanos, alcanzado un determinado grado de desarrollo, no perdemos nuestra condición natural, egoísta, miedosa, imaginativa (que no puede ser transformada radicalmente por la Historia). Esto se traduce en una forma natural de organización social, que es el capitalismo tal y como lo conocemos actualmente; ante este hecho incontrovertible, sólo caben paliativos, niveles mayores o menores de sensibilidad y política social, bien una administración racional y eficaz, o bien una voluntarista, abocada al desastre.
Para los políticos de izquierda y de derecha con opciones de gobierno, esto es un hecho y no una opción, ni siquiera teórica (fuera de la utopía). Primero, por definir prácticamente todo nuestro mundo social como algo ya dado (las ideas son puestas, pero las cosas son dadas, decía Feuerbach); y en segundo lugar porque, según esto, en la misma lógica del todo o nada (el mundo es así, o lo tomas o lo dejas), la sociedad capitalista global sólo podría tener una alternativa viable si ésta pudiese ser imaginada e impuesta tout court, de golpe y de una sola pieza ya acabada, desde fuera del mismo mundo social que se trata de transformar de raíz. Como esto es, claramente, imposible, y como además el capitalismo es una expresión bien acabada de la naturaleza humana, no cabe pensar en ninguna otra forma de organización social.

07_Familisterio
El tomar los hechos como cosas dadas, cumplidas, es la actitud natural, anterior a la reflexión filosófica. Su objeto no es comprender el mundo en que está el sujeto, sino acomodarse a él de la mejor manera posible. Es la lógica del cazador, para el que la pieza y sus propios instrumentos y técnicas de caza, son hechos y nunca problemas. Ahora bien: el tomar el diseño de conjunto de una organización social tan compleja como la del capitalismo global como el cazador toma su mundo y su acción inmediata, no sólo limita seriamente la imaginación teórica y práctica del sujeto político y del ciudadano contemporáneo, sino acaso sus posibilidades de supervivencia a medio y largo plazo. Pues las cosas, a diferencia de las ideas, no sólo son dadas sino que tienden a volverse opacas y rebeldes para el sujeto que las acepta como tales.
El hecho de pensar en términos simples, de todo o nada, de condición humana inmutable reflejada en las formas de la sociedad, etcétera, es también un fruto de esa claudicación original del sujeto ante la realidad que le rodea, asumida como la Naturaleza. Sin embargo, el capitalismo global es algo perfectamente histórico y, por lo tanto, cambiante y pasajero. Nuestras únicas opciones son participar en su transformación, o bien dejar que esta siga su curso «natural», según la pura fuerza impredecible de las cosas.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.