Asesinato en el Orient Express. Y el asesino es… Branagh
En 1974, Sidney Lumet trasladó a la pantalla grande una de las novelas más celebradas de Agatha Christie, «Asesinato en el Orient Express», una verdadera singularidad dentro de su obra, puesto que su famoso detective Hercules Poirot no sólo tenía que desentrañar uno de los crímenes más extraños de su dilatada carrera. Por si eso fuera poco, dicho asesinato debía ser remodelado en el último momento al saber que Poirot estaría presente mientras se cometía, lo que hacia obligatorio burlarse no sólo de la ley, sino que también había que vencer al mejor detective del mundo en su propio terreno. Un genio como el de Lumet no tuvo el menor problema en ajustarse a las rígidas convenciones del género y crear una película brillante. Tras un escalofriante prólogo en el que se narraba el brutal asesinato de una niña ocurrido cinco años antes y la devastación que eso produjo entre la gente que la amaba (el móvil por delante, antes incluso de presentar a un solo personaje), el director repartía su arquitectura (entrelazada en todo momento por un delicioso vals compuesto por Rodney Bennett, que reforzaba el carácter lúdico y vertiginoso del relato) en tres partes estancas: una narración lo más meticulosa posible del crimen que se comente en un vagón del Orient Express (todo lo que quedé fuera de ese territorio es una burda trampa de trileros); la consiguiente investigación por el siempre desconcertante Poirot, que suma las pistas como los ingredientes de un plato, acorde a su obsesión por la buena comida; y una resolución del misterio, sorprendente, desde luego, pero del que no se nos ha escatimado ni un sólo dato porque en este género se juega siempre con todas las cartas sobre la mesa, y uno debe tener las mismas oportunidades de resolverlo que el detective. Y como protagonista, Poirot, o Albert Finney en este caso, un Albert Finney casi irreconocible, no tanto por su fantástica caracterización como por la riqueza en su composición, que le permitía llegar, gracias a él y a su manera de abordarlo al descifrarlo a golpe de verbo e ingenio, a uno de los finales más inesperados del género. Doblemente inesperado, además. El «más difícil todavía» de una autora que no entendía de límites a la hora de narrar.
Tras dos adaptaciones más (en ambos casos para la televisión, y muy respetuosas), se estrena ahora una nueva aproximación a la novela. Incluso si uno conoce el final, debería alegrarse de que haya otra versión, porque todo el relato es interesante, como lo son los personajes y lo terminal de una situación en la que todos están atrapados en un tren inmovilizado a causa de la nieve en medio de ninguna parte.
El problema es Kenneth Branagh. Y ya se sabe que si la película es de Branagh, Branagh es el único protagonista.
Frente al prólogo de Lumet, que provocaba un desasosiego que ya pesaría sobre toda la película, incluso en sus momentos más relajados, esta nueva adaptación se abre con… ¡un plano de Branagh! No de Hercules Poirtot. De Branagh y sus problemas culinarios para encontrar huevos con una medida muy precisa. Semejante dislate se culminará unos instantes después cuando en medio de un abarrotado Muro de las Lamentaciones (que es donde terminará todo aquel que vea esta película), Hercules Poirot resuelva un crimen (del que ni tenemos noticia ni volveremos a temer) demostrando que todas las acusaciones que caían sobre los tres sospechosos eran erróneas. Pero atención al dato. En un momento dado clava su bastón en el muro, y ahí lo deja, mientras sigue su perorata acusatoria. Cuando el culpable intenta huir corriendo sin otra dirección que no sea esquivar a todos los que tratan de atraparle, termina rompiéndose los dientes contra el bastón de Poirot, que no sólo lo ha descubierto como el responsable del delito, si no que además ha deducido minutos antes el camino que tomaría al escapar y por eso ya había tomado las medidas que lo impedirían. ¿Alguien da más? Y surge la primera pregunta: si no se cuenta nada sobre el móvil al principio, ¿quién, cuándo y cómo lo pondrá en movimiento? Eso ni se cuestiona. Ya está ahí Kenneth Branagh para soltarlo deprisa y corriendo y, eso sí, transcurrida ya media película y una vez cometido el asesinado.
Más allá de la enfermiza acumulación de efectos especiales en una obra que, al menos en teoría, necesitaba más bien pocos (un tren de vapor detenido en la nieve no parece que requiera de semejante despliegue visual, porque por muchas vueltas que se le de, se termina filmando nieve), lo irritante es la incapacidad del director para moverse en el interior del vagón, algo que Lumet logró con su habitual pulso de maestro. Abundan los planos cenitales, los montajes sobre las actividades de los trabajadores en el tren, y por doquier saltan las excusas de ocasión para salir del tren a toda prisa. Incluso el obligado final donde todos los sospechosos deben escuchar con paciencia y nerviosismo (y alrededor de un fuego porque siguen atrapados en la nieve) la exasperante y lúcida reconstrucción por parte de Poirot de la verdad oculta, también ocurre fuera del tren.
No es menos de admirar que con un reparto semejante, no logre extraer de ninguno de esos increíbles actores, nada que pueda enturbiar el lucimiento de Kenneth Branagh, el actor. Se le podría agradecer que, puesto que el histrionismo de Branagh es la estrella, haya apaciguado un poco los desmanes gestuales a los que nos ha ido acostumbrando Johnny Depp (aunque incluso en sus excesos aún podía regalar papeles como el de su interpretación no acreditada en «Tusk»), pero no hasta el punto de que Depp no haga más que trasladar al espectador su hastío y su aburrimiento, por lo que termina resultando antipático, siendo amables. Michelle Pfeiffer no tiene margen de maniobra para hacerse con el papel, y en todo momento parece fuera de tono, como si sus réplicas estuvieran dichas a contratiempo. Judi Dench pone cara de altiva, luego de lánguida y se larga. Tanto los créditos como el cartel de la película aseguran que en ella aparece Willem Dafoe, pero es sólo un espejismo. Y a Penélope Cruz, quizás por sus antecedentes con Almodovar, le cae la guinda, el mismo personaje monjil y apocado que en 1974 hizo que Ingrid Bergman se llevara el Oscar a la mejor actriz secundaría (de nuevo Lumet: una sola secuencia, un larguísimo plano sin cortes, un monólogo entrecortado y huidizo, un corto pero muy duro reto para Ingrid Bergman, que no dudó en aprovecharlo y dejar al personal con el corazón helado por su tristeza y su locura), pero el director parece más interesado en su belleza, al igual que le ocurre con Daisy Ridley, tan Jedi en el Oriente Express como en la saga galáctica.
Es obvio que llegado el momento de resolver el crimen, nada puede realzar el horror de lo sucedido, por no mencionar que el abismo provocado por el móvil es un jirón de nada (tampoco es que pueda porque en otro alarde imaginativo Hercules Poirot, tan metódico y meticuloso a la hora de elegir huevos, tiene el olvido de no estudiar desde el primer instante la escena donde se ha cometido el asesinato, ya habrá tiempo, total, están atrapados en la nieve, cuál es la prisa). Con tanta acumulación de datos y planos inútiles, la resolución del crimen lo único que traerá es el alivio de saber qué la película se ha terminado.
Error.
Si al final de la adaptación de Lumet, el director aún tenía la osadía de abandonar a Poirot en una cuerda floja que oscilaba entre la amargura y la ironía, como era de esperar, Branagh declama un interminable discurso para dejar claro que, aunque todo esto no sea más que un divertimento, él tiene verborrea y desvergüenza suficiente como para enmendarle la plana a la mismísima Agatha Christie.
Quién sabe. Si la película funciona medianamente bien en taquilla, quizás el bueno de Kenneth se plantee adaptar más obras suyas.
Y quién puede dudar de que él sería la perfecta Miss Marple.