Cristo en «De Profundis» de Oscar Wilde (I)

Selección de Teresa R. Hage

De Profundis
[1897]
Oscar Wilde

Veo una conexión más íntima e inmediata entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista. Encuentro muy placentero pensar que mucho antes de que el dolor se adueñase de mis días y me atara a su rueda, había escrito en El alma del hombre bajo el socialismo que quien llevase una vida semejante a la de Cristo sería por completo él mismo y tomé como ejemplos no sólo al pastor en su ladera y al recluso en su celda, sino también al pintor, para quien el mundo es una fiesta de colores y al poeta para quien el mundo es una canción. Recuerdo haber dicho alguna vez a André Gide en un café de París, que si la Metafísica tenía muy poco interés para mí y la Moral absolutamente ninguno, en cambio no encontraba nada dicho por Platón o por Cristo que no pudiera trasladarse de inmediato a la esfera del Arte y realizarse allí completamente. Fue una generalización tan profunda como novedosa.

Y no se trata sólo de que podamos discernir en Cristo esa íntima unión de personalidad y perfección que constituye la diferencia real entre el arte clásico y el romántico y hace de Cristo el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la base misma de su naturaleza fue idéntica a la base de la naturaleza del artista –una imaginación intensa y semejante a una llama. Cristo practicó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. Entendió la lepra del leproso, las tinieblas del ciego la intensa aflicción de quienes sólo viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos. (…)

El verdadero lugar de Cristo se halla entre los poetas. Todo su concepto de la Humanidad provino de la imaginación y sólo mediante ella puede ser comprendido. El hombre fue para Él lo que Dios para el Panteísta. Fue el primero que vio la unidad de las razas divididas. Antes de Él había habido dioses y hombres. Sólo Él comprendió que en las montañas de la vida estaban Dios y el Hombre, y sintiendo mediante el misticismo de la simpatía que ambos encarnaban en Él, se llamó unas veces Hijo del Hombre y otras Hijo de Dios, de acuerdo con Su ánimo. Como ningún otro personaje en la historia, Él despierta en nosotros esa capacidad de asombro a la que siempre apela la imaginación romántica. Par mí hay algo increíble en la idea de que un joven campesino galileo se imagine capaz de llevar sobre sus hombros el peso del mundo entero; de todo lo hecho y padecido y lo que aún estaba por hacerse y padecerse: los pecados de Nerón, de César Borgia, de Alejandro VI, y de quien fue emperador de Roma y Sacerdote del Sol; los sufrimientos de aquellos cuyos nombres son legión y moran entre sepulcros: las nacionalidades oprimidas, los niños que trabajan en las fábricas, los ladrones, los prisioneros, los proscritos, aquellos a quienes enmudece la opresión y cuyo silencio únicamente Dios puede escuchar. No sólo se imaginó todo esto sino que lo puso en práctica, de manera que ahora quien entre en contacto con su personalidad –aunque nunca se incline ante su altar ni se prosterne ante sus sacerdotes– hallará de algún modo que Cristo borra la fealdad de su pecado y le revela cuánta belleza hay en el dolor.

He dicho que el lugar de Cristo se halla entre los poetas. Es cierto. Shelley y Sófocles están en su compañía. Pero también su vida entera es el más maravilloso de los poemas. Por lo que se refiere a “la compasión y el terror” no hay nada en todo el ciclo de la tragedia griega, que pueda siquiera aproximarse a la vida de Cristo. La pureza absoluta de su protagonista eleva su esquema trágico a una cumbre del arte romántico desde la cual los sufrimientos de Tebas y de los Pelópidas quedan excluidos por su horror, y muestra como Aristóteles se equivocó cuando dijo en su tratado sobre el Drama que sería intolerable el espectáculo de alguien que sufre sin tener culpa alguna. Ni en Esquilo ni en Dante, austeros maestros de ternura, ni en Shakespeare, el más humano de los grandes artistas, ni en todas las leyendas y mitos célticos, en donde la belleza del mundo se muestra a través de una bruma de lágrimas y la vida de un hombre dura lo que una flor, hay nada que por la absoluta simplicidad de su patetismo –unida y aunada con la sublimidad de su efecto trágico– podamos decir que iguale o al menos se acerque al último acto de la Pasión de Cristo. La Cena con sus compañeros, uno de los cuales lo ha vendido previamente por algunas monedas, la angustia en la quietud del jardín iluminado por la luna, el falso amigo que se acerca a Él para traicionarlo con un beso, y el otro que sigue creyendo en Cristo –aquel en quien, como sobre una piedra, había esperado edificar un refugio para el Hombre– y sin embargo lo niega al amanecer, mientras el gallo canta; Su total soledad y Su doblegamiento, Su aceptación de todo; y al lado de esto aquellas escenas en que el sumo sacerdote de la Ortodoxia desgarra furiosamente sus vestiduras y el Magistrado de la Justicia Civil pide agua con la vana esperanza de que podrá lavar de sus manos esa mancha de sangre inocente que hace de él la figura sangrienta de la Historia; la coronación que es una ceremonia de Dolor y una de las más maravillosas escenas en todos los siglos que nos han dejado su crónica; la Crucifixión del Inocente ante los ojos de su Madre y del discípulo amado; la soldadesca que juega Sus vestiduras a los dados; la terrible muerte mediante la cual legó al mundo su eterno símbolo; su entierro en el sepulcro del rico, su cuerpo envuelto en un sudario egipcio ungido con especias y perfumes como si hubiera sido hijo de un Rey. Cuando uno contempla todo esto exclusivamente desde el punto de vista del Arte no puede menos que agradecer que el oficio supremo de la Iglesia sea el de escenificar la tragedia sin derramamiento de sangre: la representación mística de la Pasión de su Señor mediante el diálogo, las vestiduras e incluso el gesto. Para mí siempre es una fuente de dicha y de pavor recordar que la última supervivencia del coro griego, perdido para el arte, se encuentra en el acólito que contesta al sacerdote durante la Misa.

Sin embargo, la vida entera de Cristo –tan completamente pueden aunarse dolor y belleza en su sentido y manifestación- realmente es un idilio aunque termine con la desgarradura del velo del templo, las tinieblas que cubren la faz de la tierra y la peña que cae para sellar la entrada del sepulcro. Uno siempre piensa en Él como en un joven recién casado seguido por sus compañeros y de este modo se describe a sí mismo en algún pasaje; como un pastor que va por el valle con sus ovejas en busca del prado verde o del fresco arroyo; como un cantor que trata de erigir con su música los muros de la Ciudad de Dios, o como un amante para cuyo amor el mundo entero resulta pequeño. Sus milagros me parecen tan sublimes y naturales como la llegada de la Primavera. No veo dificultad en creer que el encanto de Su personalidad era tal que Su sola presencia devolvía la paz a las almas torturadas y los hombres se curaban de su dolor al contacto de Sus manos o de Sus vestiduras o que a Su paso por el camino de la vida la gente que nada sabía de su misterio lo veía con toda claridad y otros, sordos a todo llamado excepto al reclamo del placer, escuchaban por vez primera la voz del Amor y la encontraban tan “melodiosa como el laud de Apolo”; o que las malas pasiones huían cuando Él se acercaba y hombres cuyas vidas sin imaginación habían sido una forma de muerte, se levantaban como de un sepulcro cuando Él los llamaba; o que cuando Él predicaba en la montaña la multitud olvidaba su hambre, su sed, las penas de la vida y que a sus amigos que lo escuchaban durante la cena, la vulgar comida les parecía delicada, el agua adquiría el sabor del vino y la casa entera se llenaba con el aroma y la dulzura del nardo. (…)

Y sobre todo, Cristo es el supremo Individualista. La humildad como aceptación artística de todas las experiencias es sólo una de sus formas de manifestarse. Lo que Cristo busca siempre es el alma del hombre. La llama “Reino de Dios”:  y la encuentra en todos nosotros. La compara a cosas simples: una semilla, un puñado de levadura, una perla. Quiere decir que uno sólo puede comprender su propia alma si se desprende de todas las pasiones ajenas, toda la cultura adquirida, todos los bienes externos ya sean buenos o malos.

Hice frente a todo con obstinación y rebeldía hasta que en el mundo no quedó más que Cyril. Había perdido mi nombre, mi posición, mi dicha, mi libertad y mi riqueza. Era un recluso y un indigente. Pero aún tenía algo maravilloso: mi hijo mayor. De pronto me fue arrebatado por la ley. Fue un golpe tan horrible que no supe qué hacer (…). Comprendí que mi única alternativa era aceptarlo todo. Desde entonces –por extraño que parezca– he sido más feliz. Naturalmente, había alcanzado la última esencia de mi alma. De muchas maneras había sido su enemigo, pero la encontré esperándome como un amigo. Cuando uno entra en contacto con su alma se vuelve simple como un niño. Cristo dijo que así debemos ser.

Es trágico que tan pocas personas “posean su alma” antes de morir. Dijo Emerson “En el hombre nada hay más raro que un acto propio”. Es absolutamente cierto. La mayoría de la gente es otra. Sus pensamientos son ajenos, sus vidas remedos, sus pasiones una cita entrecomillada. Cristo no fue sólo el supremo Individualista, sino el primero en la Historia. Hay quienes han intentado hacer de Él un filántropo común y corriente, como los abominables filántropos del siglo XIX, o lo han clasificado como un altruista de aquellos que en vez de ciencia poseen buenos sentimientos. No fue ni lo uno ni lo otro. Naturalmente sintió piedad hacia los pobres, los prisioneros, los humildes, los desdichados; pero su piedad fue mayor hacia los ricos y los hedonistas, hacia quienes dispendian su libertad para convertirse en esclavos de las cosas y quienes visten ropa de lujo y viven en casa real. Las riquezas y el placer le parecieron tragedias mayores que la pobreza y el dolor. (…)

Si bien Cristo jamás dijo a los hombres “Vivid para los demás”, les indicó que no había diferencia alguna entre nuestra vida y la de nuestro prójimo. De este modo extendió la personalidad del hombre y la hizo titánica. Desde que vino a salvarnos, la historia de cada individuo es o puede llegar a ser la historia del mundo. (…)

La expresión es el único modo bajo el cual un artista puede concebir su vida. Para él lo que es mudo está muerto. Pero Cristo no fue así. Gracias a su imaginación tan amplia y maravillosa que nos sobrecoge de temor reverencial, transformó el mundo de lo inarticulado, el mundo sin voz del dolor, en su reino y se convirtió en su intérprete externo. Escogió como sus hermanos a aquellos que, como dije, están mudos bajo la opresión y cuyo silencio sólo es escuchado por Dios. Quiso ser la vista del ciego, el oído del sordo, el grito en los labios de quienes tienen atadas las lenguas. Su deseo fue ser, para las miríadas de hombres que no habían encontrado el habla, la trompeta con la cual pudieran llamar al cielo. Tuvo la naturaleza artística de alguien para quien el Sufrimiento y el Dolor eran medios de realizar su concepción de lo Bello, sintió que una idea no vale nada si no encarna y es convertida en imagen e hizo de sí mismo la imagen del Varón de Dolores que como tal ha fascinado y dominado el Arte como no pudo hacerlo ningún Dios griego. (…)

La Vida misma en su más humilde esfera produjo a alguien más maravilloso que la madre de Proserpina o el hijo de Semelia. De la Carpitería de Nazaret surgió una personalidad infinitamente más grande que las forjadas por el mito y la leyenda, extrañamente destinada a revelar al mundo el sentido místico del vino y la belleza real de los lirios del campo como nadie lo había hecho en el Citerón ni en Hena.

Lo prefiguraba el canto de Isaías: “Despreciado y desechado entre los hombres, Varón de Dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos”. En Él la profecía se cumplió. No debemos temer a esta frase. Toda obra de arte es la conversión de una idea en imagen. Porque cada ser humano debía ser el cumplimiento de una profecía. Porque cada ser humano debía ser la realización de una idea, un ideal en la mente de Dios o en la mente del hombre. Cristo encontró el modelo y lo fijó, y el sueño de un poeta virgiliano, en Jerusalén o en Babilonia, a través del proceso de los siglos encarnó en Aquél a quien el mundo “esperaba”…

Para mí una de las cosas más lamentables de la historia es que el renacimiento de Cristo que produjo la Catedral de Chartres, el ciclo de las leyendas del Rey Arturo, la vida de San Francisco de Asís, el arte de Giotto y la Divina Comedia no pudiera seguir desarrollándose en sus propias líneas sino que fuese interrumpido y malogrado por el lúgubre Renacimiento clásico (…).

Dondequiera que surja un movimiento romántico en el Arte, de algún modo, bajo alguna forma, estará Cristo o el alma de Cristo. Lo hallamos en Romeo y Julieta, en el Cuento de invierno, en la poesía provenzal, en El viejo marinero, en La bella dama sin piedad y en la Balada de caridad de Chatterton.

A Él debemos la gente y las cosas más diversas. Los miserables de Hugo, Las flores del mal de Baudelaire, la nota de piedad en las novelas rusas, los vitrales, los tapices y las obras cuatrocentistas de Burne-Jones y Morris; Verlaine y los poemas de Verlaine pertenecen a Cristo no menos que la torre de Giotto, Lanzarote y Ginevra, Tanhauser, los atormentados mármoles románticos de Miguel Ángel, la arquitectura gótica, el amor a los niños y a las flores. (…).

La cualidad imaginativa de la naturaleza de Cristo lo convierte en el centro palpitante de lo romántico. Las extrañas figuras del drama poético y de la balada están hechas por la imaginación de los demás, pero Jesús de Nazaret es obra enteramente de su propia imaginación. (…) De aquellos que nacieron del espíritu –es decir, de quienes como Él son fuerzas dinámicas- dice Cristo que son como el viento que “sopla de donde quiere y oyes su sonido; mas no sabes de dónde viene ni adónde va”. Por eso ejerce tal fascinación sobre los artistas. Tiene todos los elementos que iluminan la vida: misterio, extrañeza, patetismo, sugestión, éxtasis, amor. Apela a nuestra capacidad de maravillarnos y crea el estado de ánimo en el cual puede ser comprendido.

 

[Traducción de José Emilio Pacheco, Muchnik editores, Barcelona, 1975)

 

 

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