«Misión imposible: Fallout». Más topillo que topo
Desde que en 1996 Brian de Palma convierte en un éxito el remake de la serie «Misión Imposible», lo errático de sus secuelas han ido alejándose de la magistral propuesta inicial (escrita, todo hay que decirlo, por Robert Towne, David Koepp y Steven Zaillian, quienes idearon un argumento inesperado y muy amargo para una producción de este tipo). Vinieron los ejercicios de estilo del ahora olvidado John Woo y claro, ahí estaba también el omnipresente J. J. Abrams, quien está al frente de casi todas las grandes sagas, pero sin lograr un título que no sea olvidable. «Misión imposible: Protocolo fantasma» (cuyo autor había dirigido «Los Increibles» y «El Gigante de Hierro») parecía agotar una fórmula ya exprimida por de Palma. Sin embargo, «Misión imposible: Nación Secreta», sin abandonar en demasía las señas identitarias del origen, se desviaba hacia una película más cercana y purista al cine de espías que a una acumulación de proezas a mayor gloria de su protagonista. Malas artes entre los propios servicios de inteligencia, y unas secuencias de acción muy al servicio del argumento, desdeñando incluso un desenlace espectacular y deslumbrante. Christopher McQuarrie era el director, como también lo es de la nueva entrega que ahora se estrena (lo que hace que su obra prácticamente se limite a sus trabajos con Tom Cruise, quien es más que evidente que tiene el control creativo y no quiere a ningún director que contradiga sus ideas). Y esta es más secuela que ninguna otra porque, aunque tampoco es necesario, no haber visto la anterior entrega puede causar algo de confusión.
Y los aciertos precedentes se repiten.
Pero no demasiado tiempo.
La búsqueda de un «topo» entre lo más granado de los servicios de inteligencia es el eje sobre el que gravitarán las distintas acrobacias venideras. Y todo el arranque, interesante y arriesgado, parece encaminarse hacia ese laberinto. Pero, y cuesta entender ese cambio, averiguar la identidad del infiltrado es tan secillo que no ha pasado ni un cuarto del metraje cuando ya tiene que ser desvelado públicamente porque es absurdo seguir con la farsa. Y a partir de ahí, la película se lanza de lleno al «más díficil todavía», sin miramientos, sin que todo lo que ha sido contado tenga ya la menor importancia. La persecución final de los helicópteros impresiona, pero a Brian de Palma le bastó colgar de un cable a Tom Cruise a pocos centímetros de un suelo que no podía ni rozar, para dejarnos sin aliento. Y que a la postre todo se reduzca a desactivar una bomba nuclear justo cuando queda un segundo para que estalle, en fin, era más propio de los enredos de Bond, donde nunca había suspense, sólo se jugaba a que lo había.
Simon Pegg vuelve a robar la función y aporta algo de ingenio y locura.
Y la presencia de Henry Cavill, tan rígida y aburrida como su interpretación de Superman, no consigue ser el nemesis que la película necesitaba. Estorba en todo momento.
Quizás esta sea la última entrega. O puede que aun se arrojen a rodar otro desmán. Pero cuesta pensar que Tom Cruise, quien se ha reinventado tantas veces como actor, siga empeñado en estar en lo más alto del género del cine de acción, cuando está claro que los tiempos le han superado.
Sea como sea, la única conclusión después de ver «»Misión imposible: Fallout», es lo mucho que se echa de menos a Brian de Palma.