«La noche de Halloween»: Jamie Lee Curtis, armada y peligrosa

Dos son los factores que han logrado que esta secuela sea mucho más interesante de lo esperado.
El primero, la elección del director, David Gordon Green, de amplia y gris filmografía en lo que supone su primera incursión en el cine de terror, lo cual evita los desmanes a los que llevó la serie la aparición de  Rob Zombie, autor de un remake del original y de una secuela no menos preocupante porque lo único que asustaba era la temeridad de ese compendio de timos de un supuesto renovador del género en su torpe intento de emular al mismísimo John Carpenter. Gordon Green ni lo intenta. Tanto en este título como en anteriores, filma con el manual del buen director en la mano, lo que en otros tiempo se llamaba no sin cierto desdén «un artesano» que lo mismo rueda un roto que un descosido, y la película sale muy beneficiada de ese tono neutro, casi distante, y así, como quien no quiere la cosa, narra la historia sin los tópicos propios del género, siendo una de los títulos más sangrientos de la saga. Y ni siquiera cuando alguna secuencia podría hacerle caer en tentaciones de experimentaciones visuales, como la secuencia inicial en esa extraña prisión donde vive encerrado Michael Myers, se deja llevar por lo que bajo la tutela de cualquier otro director hubiera supuesto un calvario de planos rebosantes de efectismo. Y si bien el argumento es casi algo secundario (dos periodistas deciden indagar sobre los crímenes pasados y acaban desatando una carnicería en el presente, y hacen sangriento mutis por el foro, tal es su papel meramente de comparsas), Gordon Green no teme atravesar zonas trilladas porque cuenta, y es muy consciente de ello, con la carta que logra que el interés solo pueda ir a más.
Y ahí el segundo factor, que era una forma de jugar sobre seguro.
La baza de Jamie Lee Curtis nunca falla. Engancha. Siempre lo ha hecho.
La que parecía destinada a ser únicamente una «scream queen» más del cine del terror, debutando precisamente en la primera noche de Halloween, y encadenando un título tras otro sin apartarse del género hasta que John Landis demostró que era una soberbia actriz de comedia, retoma, cuarenta años después, el personaje que la encumbró y la sepultó a partes iguales. Pero ya no es la adolescente aquella. Y hay algo de justicia podríamos decir que poética en este postrer encuentro con Myers, donde ella le devuelve, una por una, las torturas infringidas durante tanta vida en la pantalla. Mujer, madre y también abuela, su personaje, en contra de los cánones del género (y buena prueba son el resto de los personajes, menos el esforzado clon del psiquiatra que interpretó el añorado Donald Pleasance), es consciente de que Michael volverá más pronto que tarde. Y mientras todos se ríen de su paranoia, ella ha estado preparándose y perfeccionando un refugio. Y es en ese duelo final, en al acoso a una cabaña como si «Perros de paja» se tratase, donde ambos mitos del fantástico dirimirán sus diferencias de un modo descarnado, cuerpo a cuerpo, en un escenario plagado de maniquíes, figuras que como ellos mismos no tienen vida más allá que como piezas de un juego macabro.
Y como debe ser, esa cruenta batalla es lo mejor de la película.
Los puristas del género saben que el final nunca es el final. Queda siempre el plano último que riza el rizo. No iba a ser distinta esta secuela. Pero el regalo llega tan cargado de veneno y es tan oscura la humorada que hace que al final uno termine sonriendo al final de este periplo por la nostalgia y el horror.

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