Sangre y tango II

Por Julieta Destefani

Se llamaba Octavio. Bailamos hasta que anunciaron las medialunas y volvimos a la mesa para desayunar. La milonga es un lugar maravilloso, encontrás todo tipo de gente, cocina abierta toda la noche y desayuno a las seis de la mañana. Que boliches ni afters, este era mi lugar.

—Contame ¿qué escribías tan concentrada? — preguntó Octavio después de pedir el café.

—Descubrí en algunas letras de tangos viejos, que hablaban mucho de la tos, una relación romántica con la tuberculosis. Sentí intriga, nadie habla de eso cuando se habla de tango, ni de tango cuando se habla de tuberculosis. No hay mucho material dónde buscar información más que letras de canciones o poesías. Así que, para redactar algo como la gente y poder trasladarlo, me está costando bastante.

—¿Qué estructura de redacción le vas a dar? Tipo informe, cartas entre enfermos, cuento…

—Primero quise ponerme en la piel de una milonga, después pensé que contar de manera fiel cómo llegué hasta el tema, sería lo más auténtico… no sé, yo estaba tosiendo, tu abuelo me cantó un pedacito de tango que después supe que era para una tuberculosa e imaginé ser una tuberculosa de la época. Una milonga enferma del cabaret.

Entre comentarios llegó el café. Estábamos sentados a la mesa con otras personas, pero habíamos creado una burbuja de charla exclusivamente nuestra, seria, hasta que en un espacio de silencio, Octavio me miró y sonrió.

—¿Qué te causa gracia, dije algo mal? —pregunté simpática y a la vez preocupada. No sabía a qué se dedicaba, pero se veía un tipo inteligente. Tenía manos finas y me llamaban la atención sus nudillos anchos. Manos que sin dudas se robaban cada tanto mis miradas. Suerte que no se daba cuenta.

—No, no dijiste nada mal. Estás hablando de una manera tan apasionada de lo que hacés que me resulta… no sé como explicarlo. Me dan ganas de sonreír, eso.

Sonreí a modo de gracias, pero no dije nada y seguí tomando mi café, odio esos momentos incómodos.

Al despedirnos, se ofreció a llevarme hasta casa. Le dije que no era necesario, que gracias, y que esperaba verlo el próximo viernes. Giré para saludar a Eva y Ro, pero no los encontré.

—Falta un montón para el viernes. Quedemos en contacto, veámonos el martes. Tengo material que te puede servir.

Que astuto, seducirme con material para la investigación. La jugada me sacó una sonrisa y el teléfono, por supuesto. A fin de cuentas, para el viernes faltaba un montón y me gustaba la idea de volvernos a encontrar.

Seguía buscando datos y cifras que me mostraran un poco más del tema y encontré una nota que se llamaba “La tuberculosis en femenino”, como ya mencioné se creía que era algo meramente de las mujeres, pero el cabaret no solo traía a las Estercitas que querían posicionarse, sino también a cantores del género. Para la década del 20 el tango ya era una expresión esencial de Buenos Aires, por lo que, para volverlo un poco más decente, se separaron por zonas. En el centro los restaurant-cabaret y en las afueras —hoy Palermo y Bajos de Belgrano— los cabarets. A éstos llegaban diversas mujeres que después se podían dividir en tres categorías: las artistas, las coperas y las queridas o mantenidas. Las primeras correspondían a las que se acercaban de a poco al canto; las segundas son las que ya conocíamos como “milongas” que daban conversación, bailaban con los clientes, acompañaban en tragos y vendían amor y sexo; y las queridas eran las amantes de tipos con guita que encontraban en el cabaret un espacio íntimo y permisivo. Todas estas mujeres desafiaban al ideal doméstico apostando a una vida autónoma, y por ello percibidas por muchos como amenaza al orden de los géneros.

Es en estos antros cerrados y con poca ventilación donde la tuberculosis marca sus picos de contagio. La llamaban “la enfermedad del alma y de las pasiones” y en las letras se la asocia con el desamor, la lealtad, la desilusión, el extrañamiento, el erotismo y la degradación. El tango Carne de Cabaret, habla de la pobre percanta que por su mal se quedó sola en la pendiente fatal del cabaret al hospital. Se volvió así un tópico de la vida bohemia, los fervores amatorios, la salud precaria y los excesos. En el tango Beso de muerte, nos encontramos con una letra que no hablaba de la mujer enferma sino del hombre, que se llevó el mal en un beso de milonga. Entre contagiados, abandonados y —los menos—apasionados que felices de amor caían enfermos, se fue armando el registro más trillado de las letras del tango: una misoginia resultante de la fuerte presencia amenazante de las mujeres de cabaret.

Pero había algo que unía a todas las mujeres, tanto a las de cabarets como las señoras de la casa o jóvenes aspirantes al matrimonio: el corsé.

Con la teoría firme de que la enfermedad era producida por gérmenes, se puso en marcha el proceso de higienización. Los medios de comunicación colaboraban anunciando medidas preventivas, como toser de manera adecuada, pidiendo el uso del alcohol para limpiar las barbas con frecuencia, no sostener conversaciones en voz alta a menos de metro y medio y a las mujeres se les pidió dejar de usar corsé o usarlo más suelto, sin el afán de marcar curvas sino el de sujetar. El fundamento para modificar la moda femenina era muy lógico: “dificultaba el funcionamiento del diafragma, impidiendo la buena respiración y despejando el camino a la tuberculosis”.Las mujeres civilizadas, eran las más expuestas y las primeras en levantar un pañuelo pro corsé, frente a las juntas médicas que exigían una reforma en el código de vestimenta por el bien de la salud pública. Con mujeres convencidas de que su rol era el de estimular la pasión en los hombres, el corsé devino en necesidad para un sector. Fue la doctora Rawson de Dellepiane —pionera del feminismo— quién se opuso con soltura al uso del corsé, apelando que iba en contra de la vestimenta cómoda, funcional y liviana, atributos decisivos para ser una mujer moderna. Siete años duró la campaña, y en esos años la tuberculosis se seguía propagando. El uso del corsé se desvaneció con el cambio de las modas, pero no por el impulso de la campaña médica.

Una clase por debajo de ésta, estaban las mujeres del barrio que ojalá tuvieran unos pesos de más para comprarse un corsé. Inmigrantes y criollas que vivían en pensiones muy precarias y trabajando en fábricas textiles, ambos espacios también cerrados y poco ventilados que favorecían a la tuberculosis. Aquí nacen las historias de “La costurerita” de Evaristo Carriego, otro avatar barrial del que escapaban las Estercitas. Iban a hospitales a internarse, con el deseo de mejorar su estado de salud. Era tanta la población enferma, que algunos médicos les suministraban dosis diarias de arsénico, culpando a la enfermedad de la muerte de los condenados. Muchos hicieron viajes a las sierras, ya que se corría la voz de que los espacios abiertos y verdes mataban, o al menos dormían, al gérmen.

Luego de un fin de semana de lectura, llega un mensaje de Octavio, muy temprano en la mañana, deseándome buen lunes y preguntando cómo estaba. Mis hábitos, para nada matutinos, postergaron la respuesta hasta llegado el medio día. Me citó a tomar un café el martes, como estaba previsto en una de las milongas con más historia de mi barrio. Que aburrido, pensé.Más allá de la pasión que me despertaba el tema, quería verlo fuera del ambiente. Propuse la idea de un parque, caminar un rato, tomar una cerveza, algo más relajado, menos engominado. Resolvió que me pasaría a buscar y concretaríamos un plan una vez arriba del auto. Claramente no era un tipo muy ducho en el campo de lo espontáneo.

Al otro día estaba en mi puerta, y creo que notó el mensaje de “menos engominado”. Llegó con un estilo elegante sport muy canchero y el pelo un poco revuelto, tenía un pequeño remolino en la frente.Me encantaba… me hacía la boluda, pero me encantaba. Al acercarme—creo que inconscientemente— solté una mueca y una mordida de labios que él respondió sujetándome la cara con las dos manos y surtiéndome un pico divertido, que no me sorprendió para nada. Era una fija, me lo daba él o se lo daba yo.

—¿Cómo estás, bombona? No voy a decirte a donde vamos ¿te dejas llevar?

Ay… ¡me dijo bombona! Estaba con una sonrisa que me resultaba difícil disimular, de esas que si tratas de contenerlas te desfiguran la cara… no daba. Tampoco daba esa cara de feliz cumpleaños, me desconcertaba mi comportamiento.

—Bueno, me dejo llevar —dije en un falso intento de hacerme la interesante.

—Te traje unos regalitos, fijate en la guantera.

Abrí buscando chocolate y encontré dos libros en su bolsita de compra. “Perigraciones de un alma triste” de Juana Manuela Gorritti y “La ciudad impura” de Diego Armus. De ambas obras —pero en otro formato— había estado leyendo, esto sí era una sorpresa.

—¡Hey, gracias! —no pude articular más que eso, no salía de mi asombro.

—Te mentí con eso de que tenía material, pero no me ibas a dar bola con ninguna otra excusa. Me parecieron los más acertados para tu trabajo de investigación, ojalá te sirva.

Metió el auto en un estacionamiento. Estábamos por entrar a un hotel lujosísimo de Recoleta y lo miré fijo. Me dijo que en la terraza había un restaurante y teníamos reserva. En un caso de suerte porteña, la noche acompañaba con un clima agradable y sin nubes. La vista que se tenía desde esa terraza, era para mí el mayor lujo del lugar. Se podían observar perfectamente las pulidas diagonales y las sublimes cúpulas de las bóvedas del Cementerio de la Recoleta.

—Perdón, tiene la vista un poco mortuoria. Decime loco, pero me seduce tanta paz —dijo y me conquistó. No había manera de que supiera sobre mi fanatismo por los cementerios. Tan dulce, atento, estructurado, aficionado bailarín de tango… y coimetrómano. ¿Dónde estabas?

¿Qué maleva suerte trajo este hombre hasta mí? Yo, la tísica de los tangos, la milonga de arrabal. Él, un joven con carrera y futuro prometedor. Cada detalle lo volvía más perfecto, y aún no he mencionado su edad, pero si lo dijera alguna letra de tango diría algo así como: “Nena, que te estás manyando un pebete, chamuyitos de amor que te compras”.

Continuará…

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