Casadas felices y casadas y punto

Por Tura Varla

Hay un rito inevitable que toda mujer soltera sin demasiadas opciones para dejar de estarlo debe pasar una vez en su vida: el día en que su primera amiga se casa.

Después del “no polvo de despedida” con Pedante, volví a casa de Rebeca. Ella, educadamente, sustituyó el manido “te lo advertí”, por una filípica sobre el tipo ese con el que había quedado una noche antes. Le había conocido por internet, se habían tomado un par de cañas, habían asistido a un concierto de un mal imitador de Rosendo y habían echado un polvo soberano, de esos que dejan enganchada y con ganas de más a la más independiente de las madrileñas. ¿Problemas?, desde luego. El tipo, al que llamaremos Chateador, había dejado a su mujer seis meses antes por una chica de veinte años, de la cual decía estar profundamente enamorado. Rebeca decía que eso sería mentira, ya que se había acostado con ella sin pensárselo, y quedó con  él para el siguiente fin de semana. Sin embargo yo, al mismo tiempo que me preocupaba por mi amiga, empecé a pensar en la mujer de Chateador. ¿Sería una esposa feliz o una de esas que creía serlo?

 

 De vuelta a casa, en el metro (divinos transportes públicos para las que nos sentimos incapaces de aprender a conducir), empecé a fijarme en las mujeres que compartían vagón conmigo. La mayoría eran esas señoras de pelo corto, carrito de la compra y cara de amargada en las que mis amigas y yo juramos no convertirnos en nuestra temprana adolescencia. Algunas conversaban entre ellas y todo eran malas palabras hacia sus respectivos maridos. ¿Qué transforma a una chica normal, divertida, alegre y llena de sueños en una de aquellas mujeres? Sólo se me ocurría una respuesta: el matrimonio.

Pero no, no debía ser eso. Conocía a algunas casadas, y en general se dividían en dos grupos: las que caminaban con la cabeza alta y una sonrisa, y las primas hermanas de mis compañeras de vagón. Entonces, ¿de qué dependía ese cambio de actitud?, ¿de que el matrimonio funcionase? Pero eso tampoco debía ser porque, por alguna extraña razón, intuía que la mujer de Chateador pertenecía a las de la cabeza alta, antes de enterarse de que su marido la abandonaba por una peluquera postadolescente, claro está. Luego, ¿existía dentro de cada mujer un gen específico que decidía sin contar con ella si sería o no feliz con su matrimonio?

Cuando llegué a casa me esperaba el correo. Entre dos facturas, un millón de panfletos publicitarios de Vital Dent y Tele Pizza y una revista gratuita atrasada, encontré un sobrecito de color rosa con dibujos de palomas. Era una invitación de boda, la de mi amiga Ceci, la primera en casarse. Primero me alegré por ella, pero luego empecé a sentirme mal. Llamé a Valentina, que también tenía la suya. Cuando le hablé de mi injustificable desazón, me preguntó si no sería el típico síndrome de envidia de la boda ajena. Pero no tenía nada que ver con eso, a mí nunca me han gustado las bodas.

Cecilia fue durante años una conocida mujer cazadora de una población dormitorio de Madrid. Salía cada noche y cada noche volvía a casa con un hombre distinto. Estudió una filología, se echó un novio formal y ahora se casaba y quería abrir un restaurante. En aquellos momentos no supe si mi malestar se debía al hecho de no saber qué clase de casada sería Ceci, o a la egoísta sensación de que esa boda significaba el paso definitivo hacia la madurez de todas nosotras, sus amigas de entonces. Cuando la primera se casaba, aquello solía convertirse en el detonante de una reacción en cadena, y las conversaciones de café pasaban de proyectos, ilusiones y pollas, a manías de esposos, chupetes e hipotecas. Y esa posibilidad me aterraba. Me sentí afortunada de haber dejado a Pedante, con su machismo, su egocentrismo y su tristeza. No hubiese estado dispuesta a casarme con él ni por todo el oro del mundo. Y mucho menos a tener hijos. ¿Y si yo tenía ese gen que transformaba a las mujeres independientes en borregas sin personalidad ni sonrisa? Decidí que nunca desearía casarme, que me emborracharía en la boda de Ceci para poder soportarlo y que volvería a llamar a Valentina para saber si había lista de bodas. Pero esto fue antes del regreso de Perfecto, claro. Aunque eso es otra historia y debe ser contada más adelante.

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