Los porcentajes del poeta

Por Pablo Cerezal

 

  • Sobre la novela AVIONES DE FUEGO, de Emilio Losada

 

Al igual que los fieles de los distintos credos monoteístas, yo creo en un único dios, y su nombre es Henry Miller. Por supuesto, acorde con los tiempos y esas derivas cool que agasajan las religiones orientales, soy capaz de comprender que dicho dios se puede transmutar en otros muchos que adopten nombres como Neil Young, Francisco Umbral, David Bowie, Scott Walker, Marc Chagall, Gian Lorenzo Bernini o Francis Bacon, por poner sólo un puñado de ejemplos. Pero Miller dicta los designios de todos ellos y de sus escasos fieles, entre los que orgullosamente me cuento.

La estupidización a que sometemos la historia y las letras y el pasado y la memoria nos harán recordar al escritor neoyorkino (si es que le seguimos recordando) más como pornógrafo que como filósofo, más como vividor que como literato… signo de los tiempos, ya digo, estigma de Caín… en fin… el caso es que si algo me hizo caer atrapado en las redes feligresas de Miller fue su capacidad para aunar en la misma prosa el más feroz realismo con el más sublime romanticismo. Eso, ya digo, no lo comprenderán quienes sigan acudiendo a su prosa en busca de procacidades y excesos. Para mí, me van a disculpar, el poeta norteamericano, el más grande después de Walt Whitman, siempre fue y será ejemplo inequívoco de la equívoca dualidad del ser humano… al menos del ser humano que siente: 50% romántico, 50% realista.

Lo de 50% y 50%, obvio, es por igualar, que ya sabemos que los porcentajes son demasiado de ciencias, y estas no son tan exactas como los puñaladas que da la vida y que, en demasiadas ocasiones, vienen cifradas también en porcentajes: los de los ínfimos ingresos por la venta de tus obras, por ejemplo…

Pero hoy no quiero enredarme, que sé que tiendo a ello. Lo que quería decir es que los porcentajes de romanticismo y realidad que los literatos portan en su flujo sanguíneo son más mentirosos que su propia literatura. Es así que varían y fluctúan con mayor facilidad que los numeritos del IBEX 35, y un día te despiertas con el romanticismo invadiéndote el 70%, para acabar la noche sorprendido ante el hecho del que el realismo ha ganado terreno y se acerca peligrosamente al 90%. Somos (los que lo somos) letraheridos, y de tanto contradecirnos a nosotros mismos acabamos contradiciendo nuestros componentes vitales: realismo y romanticismo. Si algo puede asegurar quien se dedica al vacuo oficio de la escritura debería ser su carácter contradictorio.

Y así se proclama Robert, el protagonista a que Emilio Losada ha decidido asignar la dulce tarea de conducirnos sin descanso (y casi sin aliento) por esta virguería literaria que es su novela Aviones de fuego. Un protagonista que le toma prestados, al autor, sus contradicciones, para mejor lanzárnoslas a la cara o disparárnoslas contra el pecho a los extáticos lectores.

Robert inicia su epopeya metropolitana con un % de romanticismo y otro % de realismo. Pero, a las pocas páginas, casi antes incluso de que el autor nos lo advierta por boca de su antihéroe, los porcentajes se han deteriorado y han moldeado sus cifras, entre la realidad y el deseo, que dijese aquel otro poeta… como cualquier escritor, cualquier letraherido, ya digo…

Pero no, permitidme hacer acto de fe y recordar a Miller… no como cualquiera, quiero decir: sólo como aquellos que portan en su latido los atributos de la gran Literatura, esa que se escribe con esperma o flujo, con bilis y estómago. Y es que así considero que debe escribirse, al menos si la pretensión es que el lector amplíe su bagaje vital, que ya no cultural -eso de la cultura es una entelequia, y bien lo sabe Emilio Losada, que se ríe de lo nos hemos acostumbrado a denominar cultura para mostrarnos que las verdaderas acciones que deberíamos englobar en dicho concepto nacen, crecen, fornican, se multiplican y mueren, como las cucarachas, en los bares, en las calles, en aposentos vacíos que hay que llenar con un fantasma para no sentirnos solos, para sentir que tiene sentido sentirse como ente aún vivo-.

¡Y tan vivo!

Porque si algo habita y se retuerce entre las páginas de Aviones de fuego -estos genocidios de papel que juegan a los dados con la muerte- es la pura vida y el deseo inalienable para aquellos que no se pliegan a los dictados de la moda (sea esta textil, informativa, política, o de consignas correctas, qué más da) de seguir adelante apurando en cada copa o cada quinto la vida que amenaza desbaratarnos el entendimiento: ganas de beber, de pasear, de hablar, de follar, de enamorarse, de sufrir o de ser el lazarillo de un fantasma perdido en su pasado de gestas sexuales y guerrilleras, en sus guerrillas de sexo, en sus gestas de guerrear hipodérmicas y labios. Evadir los fantasmas del romanticismo invitando al fantasma de la realidad a entrar en tu vida (o viceversa). Favorecerle todas las comodidades posibles en tu propia casa… aunque sea la de una antigua amiga. Y pasear las calles de una ciudad en ruinas que, pasado el tiempo (poco), simboliza la ambición cateta que conduce a sus ciudadanos hacia el vórtice en que naufraga hoy, ahora, ya, la sociedad hispana en pleno: la mediocridad.

Emilio Losada aborrece de naciones y consignas. Emilio Losada puede ser cualquier cosa, pero jamás será mediocre. Y, como él, su prosa: un portento de tensión y pulso que, pertrechado de las armas más infalibles del narrador que merece tal nombre, nos introduce en su mundo con una capacidad de seducción imposible de evitar, y nos lleva de la mano -o de la entrepierna- por los vericuetos de la noche y su envés a lomos de un lenguaje que fluye como lo deberían hacer los relojes si nos olvidásemos de su tictac: revitalizando el latido de la Literatura (sí, con mayúsculas, no hablamos aquí de superventas ni superhits ni superladrillos destinados a enladrillar los veranos de todo aquel lector de verano que invade las costas mediterráneas llegado el estío con el libro como armadura que impida a los circundantes reparar en las lorzas blanquecinas que porta su cuerpo), practicando una deliciosa respiración artificial rica en salvias y salivas a esa prosa que hoy languidece perdida en las redes sociales, las ansias de epatar de quienes acuden a cursos de escritura creativa como lo hacen las parejas en desuso a los de bailes de salón, y las directrices mercantiles que obligan a desarrollar una trama rica en asesinatos, intrigas, maldiciones góticas o giros imprevistos como si de un guion de teleserie se tratase (sí, ahora que tanto nos gustan a todos las teleseries, ahora que las películas ya no existen). Emilio Losada sabe desarrollar una historia, no queda duda ninguna a quien haya tenido el honor de leer sus obras. Pero Emilio Losada, me consta, ha leído y sufrido y gozado a Henry Miller y, por tanto, como él, presta idéntica atención a cómo cuenta esa historia que a la propia historia en sí. Ya lo dejo dicho Miller, más o menos así: la vida de cualquier persona, por gris que pueda parecer, resultará épica si se lleva al papel con la dignidad suficiente. Cualquier evento puede ser una obra literaria, siempre que un literato de verdad sea el encargado de narrarlo. Y Losada toma entre las manos y las piernas una coyunda de historias que tiemblo sólo de pensar en qué habrían quedado si cualquier juntaletras las hubiese encarado, para darles forma de orgasmo.

Aviones de fuego habla de amores, heridas, muertos vivientes, vivos muy muertos, letras que duelen, adicciones que adolecen de adiós y beso, rock’n’roll mudo, bares que aúllan, migrantes sin patria, patrias sin ciudadanos y calles que los mapas ni siquiera intuyen. Aviones de fuego habla de una ciudad que puede ser todas: una Barcelona que estamos perdiendo (y no me refiero al esperpento político de los últimos tiempos) como estamos perdiendo todas las metrópolis que algún día significaron algo para sus habitantes. Aviones de fuego seduce con páginas que se han dejado seducir por los ecos de Fonollosa y Calders, de Juan Goytisolo y Gil de Biedma… ¡también los de Lou Reed, claro! Aviones de fuego habla del amor que nunca muere porque jamás existió más allá de esa constelación de conexiones neuronales que, a los que escribimos –también a los que leemos-, nos resultan incomprensibles por ser demasiado científicas.

Y es que la Literatura está más cerca de la ancestral pasión por la divinidad y lo sobrenatural que por los guarismos y las raíces cuadradas que quieren cuadrar nuestro existir. Por eso, decía al inicio, creo en dios, y se llama Henry Miller. Por eso y por su maleable relación de porcentajes entre el romanticismo y el realismo y por la gloriosa exacerbación de la lengua… ese órgano del amor que también lo es de la comunicación. También, por eso, quede claro, amo y admiro a Emilio Losada que, junto a muy pocos -Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Pepe Pereza, son otros-, a día de hoy, me confirma que Nietzsche estaba equivocado… no, Federico, amigo, dios no ha muerto… simplemente escribe como dios, oiga.

 

La novela Aviones de fuego ha sido publicada por Espuela de Plata, 2017

 


Pablo Cerezal nació en Madrid en 1972. Es escritor, articulista y guionista. Ha publicado la novela Los Cuadernos del Hafa (2012), hoy considerada novela de culto, y, junto al escritor boliviano Claudio Ferrufino-Coquieugniot, el volumen de crónicas Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre) (2015). Entre 2013 y 2015 participa en antologías literarias como Erosionados, El Descrédito. Viajes Literarios en torno a Louis-Ferdinand Céline, y Hey Bob! Asesor de guion en el documental Quinuera (2014), coguionista de los documentales Madrid-Cochabamba (2015) y Geometría del esplendor (2016) y colaborador en numerosos medios escritos, como Frontera D (España), La Razón (Bolivia), y Red Marruecos (Marruecos). Mantiene los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado.

 

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