Veranito sin chiringuito

Por Eduard Ros i Bernaus

Aunque lo que hubiese querido decir fuese “¡Vaya con Can Bosch!”

Nadie escapa a los rigores del verano.

Kilométricas colas para salir los viernes o entrar los domingos de las grandes ciudades, auténticas mareas humanas fluyendo por los paseos marítimos, playas en las que no se distingue la arena o temperaturas más adecuadas para asar a un pollo que para atreverse con un paseo vespertino son el pan de cada día cuando llega el verano.

No obstante, si algo me desquicia, me enerva, me hace hervir la sangre es que sean las papilas  gustativas las que más sufren bajo los rayos del sol.

¿Por qué, llegado el veranito, tantos se ven atrapados, subyugados por una rima fácil, y del chiringuito no pasan?

¿Por qué el tacto de la arena en los pies y el susurro del mar hacen, para tantos, tantísimos, de un arroz pasado y un “Calipo” una comida de fiesta?

¿Por qué en julio o agosto nuestro –bueno, vuestro o, como mínimo, el de muchos, el de demasiados- paladar se va también de vacaciones?

¿Escapa a mi entendimiento, prefiero no saberlo o, en pro de un respeto convencional mejor no me atrevo a aventurar una respuesta? Da igual. Lo trascendente es que hay que hacer algo para revertir esta situación.

¿Y qué hacer? Para esta pregunta sí que tengo una respuesta.

Visitar los chiringuitos Escribà (Barcelona) o Denver (Cambrils, Tarragona), entre otros, y descubrir que, a escasos metros del mar, existen también realidades distintas a los fritos aceitosos, a las paellas de interminable digestión, a las vajillas de “cole”, a los postres enlatados, a los camareros que o te perdonan la vida o no lo hacen porque no te entienden…

O, y mucho mejor:

Disfrutar de uno de los mejores ágapes que uno puede regalarse en nuestro en país en el restaurante Can Bosch de Cambrils.

Sí, a escasos metros del mar, existe también la vida inteligente, gastronómicamente hablando, y, Can Bosch es, tal vez, el máximo exponente de ello.

Y lo es, pues, de la mano de Joan (su jefe de cocina y propietario), Montserrat (jefa de sala y copropietaria), Peter y Albert (manos derecha e izquierda de Joan) y Manel (uno de los mejores sumilleres de España), un ágape en Can Bosch alimenta el alma, hace de un comida una fiesta, en imperceptible convierte el tic-tac de las horas, en definitiva, deviene un recuerdo, una postal de vacaciones eterna.

Podría remitirme a su excelso arroz negro con bogavante, a sus inmejorables mar y montaña –el de espardeñas con coca de tomate y puré ahumado de berenjenas o el de almejas con tupinambo y manitas de cerdo son pura ambrosía- o a la práctica totalidad de sus postres para poner en valor mis palabras.

Ensañarme en la injusticia que supone que las dos estrellas que demuestran sobre la mesa se queden en una rácana estrellada distinción sobre las páginas de la Guía Michelin, para acercaros al umbral de su puerta.

Pero lo que el corazón me pide –y ya sabéis que éste no entiende de razones- es que os diga que, tras una vista al restaurante Can Bosch seguro que haréis vuestra una de las máximas del primer gran gastrónomo de la historia, Jean Anthelme Brillat-Savarin, y que reza “el que no cuida lo que sirve a sus amigos no merece tenerlos”, pues, con los sabores y sensaciones de una comida en can Bosch todavía correteando por vuestro paladar sentiréis que Joan, Montserrat, Peter, Albert o Manel ya son uno más de los vuestros.

 

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