El vegetarismo como fenómeno cultural

Por Juan Cruz Cruz

Julio Peris Brell (1866-1944), “Bodegón”. Muestra en este cuadro un gran dominio para traducir plásticamente los distintos contrastes lumínicos de diversas frutas. Impregna estéticamente con un sutil matiz costumbrista la composición, dentro de un estilo de factura rápida.

 

Símbolos del vegetarismo

El vegetarismo actual es un fenómeno cultural. El aspecto desde el que mejor se puede apreciar la índole cultural –u optativa– del vegetarismo reside en que “la alimentación se ingiere no solamente para hacer funcionar el cuerpo, sino también para establecer un lazo físico y espiritual con la naturaleza, y más ampliamente, con el cosmos, lugares habitados por una fuerza divina para unos y por una energía superior al ser humano para otros” (L. Ossipov). La dieta ligera prepara un cuerpo ligero para poder vibrar con la naturaleza y comunicar con los demás.

La actitud «vegetariana», en cuanto “ideología”,  hunde sus raíces en tres tradiciones: una, que se origina en el budismo y en las primitivas religiones hindúes; otra que se conecta con la actitud intelectual greco-romana. Y otra incluso que busca amparo en la Biblia.

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La tradición hindú

En primer lugar –y en ello insisten todos los tratadistas de historia de la alimentación, como Tannahill– el vegetarismo se relaciona con numerosas tradiciones hindúes de no sacrificar animales –aspecto indicado en este blog: –. Pero el vegetarismo actual desconoce que esa prohibición se basa en la creencia de que en un animal puede estar reencarnado algún ser humano. La doctrina de la inmortalidad reencarnativa (o transmigración de las almas) es una base de esta doctrina: véase la antrada de este blog titulada el hinduismo semigastronómico.

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La tradición romántica: lo natural frente a lo artificial

En segundo lugar, el vegetarismo mantiene la polémica que, sobre el origen de la sociedad, dividió el pensamiento occidental desde los griegos. A un lado se encuentran los «románticos» y «cordiales» de todos los tiempos que –como Platón o Rousseau, inspirados en Hesíodo– creían en un comienzo paradisíaco de los tiempos, en una «edad de oro» o «edad de los dioses» que fue decayendo o degenerando hasta acabar en una «edad de hierro» o «edad de los hombres». Al otro lado podemos hallar a los «ilustrados» y «racionalistas» –como los Sofistas griegos o como Hobbes–, para los que el hombre surgió en estado salvaje y bestial, enemigo de sus semejantes, y sólo reducido a convivencia por mecanismos sobreimpuestos.

Cervantes resume en boca de Don Quijote, con un hermoso discurso a los cabreros, aquella postura romántica que postulaba la vuelta a una antigua edad de oro: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían” (I, cap. 11).

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Pues bien, en el actual debate entre los defensores del alimento «natural» y los del alimento «artificial» resurgen estos viejos mitos. “Quienes defienden la primera posición valoran lo verdadero, lo auténtico, lo fuerte, lo sano, lo personalizado, el misterio siempre diverso y amistoso de la naturaleza; desconfian de la «química», de la «imitación», de lo «falso», de lo «insípido», de lo «neutro», de lo «impersonal». Mas quienes creen en los beneficios de la técnica tratan lo natural de «salvaje», «bruto», «vulgar», «sucio». Desean lo «purificado», lo «científicamente controlado», lo «standard». Es fácil reconocer en estas dos actitudes de los hombres de nuestro mundo industrializado las dos tendencias opuestas, los dos tabúes contradictorios que parecen haber sido cultivados por el espíritu humano desde el inicio de los tiempos: de un lado, «el pecado del arte», el tabú de la mano que no debe mancillar la sustancia sagrada; de otro, la tendencia prometeica del homo faber que siente en sí la vocación y el derecho de transformar, de controlar, de purificar la materia terrestre. Este es el aspecto alimentario de una eterna oposición entre aquellos que sitúan la edad de oro en el pasado, temiendo el porvenir, y aquellos que cuentan con las potencias técnicas para construir una era paradisíaca en el futuro” (J. Trémolières).

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Tradición religiosa

Por último, el Génesis ofrece también un punto de argumentación “favorable” al vegetarismo, el cual sostiene que en el Paraíso los primeros padres no comieron carne. En el relato bíblico se lee en efecto que, una vez creada la mujer, dijo Dios: “Yo os doy toda planta sementífera sobre toda la superficie de la tierra y todo árbol que da fruto conteniendo simiente en sí. Ello será vuestra comida”. En este precepto no se nombra la carne. Sólo después del diluvio, Dios consiente a Noé comer también animales, pero sólo en consideración de la debilidad humana: “Todo cuanto se mueve y tiene vida sobre la tierra os servirá de alimento. Yo os lo doy como antes os di las verduras. Solamente os abstendréis de comer carne que tenga todavía su vida, esto es, su sangre”. Con esta argumentación literal los vegetarianos refuerzan la nostalgia de un paraíso perdido, de una edad de oro ensoñada por los quijotes, en la que no había violencia e imperaba la justicia. El vegetarismo pondría al hombre en una posición de vecindad con la inocencia y con la originaria voluntad de Dios. Olvidando que el mismo Jesucristo declaró aceptables todos los alimentos, el moderno vegetarismo se remite a las antiguas doctrinas maniqueas o a la postura de los cátaros.

Existen grupos religiosos abiertamente vegetarianos, como los Adventistas del Séptimo Día o los devotos de Krishna. Pero, entre los no inscritos a credos concretos, raramente se encuentran vegetarianos agnósticos o ateos, aunque la mayoría rechaza la pertenencia a una religión determinada y acepta la práctica de orientaciones espirituales propias de antiguas tradiciones religiosas.

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Para una mayor claridad biológica y dietética

Lo importante, desde el punto de vista cultural, es que el vegetariano, para explicar su régimen no cárnico, aduce toda suerte de motivaciones, que pueden ser éticas (regenerar la sociedad), económicas (adoptar una alimentación menos cara) o sanitarias (vivir y comer sanos), aunque quizás las verdaderas razones por las que se comienza el régimen vegetariano no sean las que después se proclaman. Las dificultades profesionales o conyugales y los problemas de salud desencadenan de manera inconsciente una tendencia hacia un nuevo régimen de vida que abarca, entre otros, el aspecto alimentario; pero también la convivencia, el hábitat y el modo de emplear el ocio.

El vegetarismo no es un simple rompimiento de normas y reglas alimentarias, sino la sustitución de unas que se consideran débiles por otras que parecen más fuertes. Las antiguas son desplazadas y sustituídas por otras que preconizan una sociedad diferente, más justa, más espiritual, más libre y menos preocupada por el confort y el progreso material.

El ecologismo dietético, en cuanto defiende el alimento puramente «natural», es una forma gastronómica, entre otras –sea acertada o no – y responde a la índole esencialmente racional del quehacer alimentario, el cual se manifiesta igualmente en el cambiante hecho del vegetarismo o de las «modas» gastronómicas –maneras temporales en las que se da satisfacción a la necesidad humana de comer–.

Esta necesidad es más espiritual que biológica, aunque presupone la índole también animal del ser humano.

 

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