CAMPAÑAS “DOVE”, O LA TRAMPA DE LA AUTOESTIMA

Por Israel Sánchez

A estas alturas, estamos todos familiarizados con la brillante campaña publicitaria de Dove, en la que varias mujeres son dibujadas siguiendo las descripciones que ellas mismas ofrecen de su aspecto y, seguidamente, según las descripciones que dan otras que las acaban de conocer.

La impactante comparación entre ambos dibujos, que favorece sistemáticamente a la producida según la segunda descripción, nos lleva, sin demasiados equívocos, a la conclusión de que, de modo mayoritario, las mujeres tienen de sí mismas una imagen objetivamente desfavorecedora. El descubrimiento, no de su verdadera imagen (que ven todos los días en el espejo), sino de cuánto esta imagen se deteriora al paso por su conciencia, es decir, de hasta qué punto ha sido su propia conciencia la que ha venido zancadilleando su autoestima, y con ello su capacidad de relacionarse y de triunfar, a lo largo de toda su vida, hace que la mayoría de estas mujeres se emocionen hasta el punto de romper a llorar.

 

 

La campaña no es un gesto aislado de la compañía anglo-holandesa. Dove se ha caracterizado desde su nacimiento por identificar su marca con el cuidado natural de la piel, dejando en segundo plano la violencia estética típica en la mercadotecnia de los productos de belleza. Esta actitud desembocó a principios de la década pasada en la creación de la Fundación Dove por la Autoestima, cuyo objetivo es “ampliar el concepto de belleza, de modo que deje de ser una fuente de ansiedad para las mujeres y se convierta en una forma de expresión”. La Fundación Dove por la Autoestima ha alcanzado una notable implantación en diferentes regiones del mundo, especialmente en América Latina. Dicho trabajo ha ido acompañado de campañas publicitarias en las que la mujer aparece representada mediante “cuerpos reales” (sic), lejanos al modelo fisiológicamente esclavizador implantado por el mundo de la moda, y contagiado desde él al resto de la publicidad y de la presencia mediática de la mujer.

Dove ha alcanzado, a día de hoy, una consistente posición como alternativa mediática a la casi universal actitud de acoso estético a la mujer llevada a cabo por la práctica totalidad de los restantes agentes ideológicos masivos de titularidad privada. Constituye, así, el ánodo de una estructura ideológica bipolar que hace recaer de su lado el compromiso con los valores éticos, frente al compromiso con los valores puramente estéticos que constituyen la fuerza activa del polo opuesto.

Desde una perspectiva ética del comportamiento individual, Dove aparece como una isla esperanzadora en el proceloso océano del acoso estético a la mujer a costa de cualquier otra consideración de su salud física, psíquica o social. Desde una perspectiva estructural sistémica, sin embargo, el lugar autoasignado está tan por encima de las aptitudes demostradas, que no parece exagerado esperar de ello un desastre ideológico sobre nuestro sentido común.

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Seguramente tenga poco sentido esperar de una multinacional del sector una actitud verdaderamente responsable, pues eso la alejaría tanto de la corriente general de opinión que pondría en peligro su posición e, incluso, su existencia. El margen de expresión de una empresa que debe conservar el enorme volumen de negocio de Dove se percibirá a todas luces  como “muy reducido” desde su equipo directivo. Por eso es importante desactivar su rol de alternativa, recordando cuales deben ser las premisas mínimas de una alternativa real, y midiendo la distancia que separa dicha alternativa de la imagen corporativa de Dove.

En primer lugar, hay que señalar que Dove no socializa la culpa. Las mujeres de la campaña son sometidas a una terapia de recuperación de la autoestima (es decir, una suerte de taller que podría darnos idea del trabajo práctico que realiza la Fundación) mediante el descubrimiento de un error cometido, principalmente, por ellas mismas. Aunque algunas hacen referencia a las “duras condiciones que les ha impuesto la vida” (muchas de las cuales son simplemente discriminaciones de género), también añaden que se han culpado por ellas a sí mismas, deteriorando así su autoimagen. La argumentación circular es, ciertamente, digna de un taller: A través de la experiencia a la que son sometidas, estas mujeres descuben que “son culpables de su culpabilidad”, de modo que, lejos de producirse una reducción de la culpa (pues las consecuencias siguen siendo las mismas) lo que logran es un desplazamiento integrador. La culpa ahora no sólo está más alejada de su verdadera causa (y, por tanto, es más difícil desarticularla racionalmente) sino que se ha unificado en una gran culpa general, simplista, manipulable y devastadora. Es ante la visión de esa gran culpa propia ante la que algunas de las mujeres lloran. Su llanto es el del arrepentimiento cristiano; de la toma de conciencia del pecado y del descubrimiento de sus consecuencias sobre ese disociado ser inocente que es ella misma sin culpa, viviendo una vida plena que por sus propias faltas ha perdido para siempre.  A esta conclusión llegan a través de la intermediación del dibujante-predicador varón, debidamente ataviado con el clásico uniforme de sobrio traje negro, que domina la escena desde su mirada apesadumbrada y paternalista. Se recrea así el guión cristiano de la culpa: quien hace daño a Dios, se hace daño a sí mismo.

Ante dicha falta, se le ofrece el mensaje redentor: “Deja de pensar que eres fea. Trátate con cuidado (con cuidado para tu piel, habría que añadir para completar el mensaje). No te abandones como si no valieras nada. Si adoptas la religión de la autoestima y el cuidado personal, el mundo cambiará para ti. Dove te ha salvado. Dove te cuida y te ama; ahora, tú debes cuidar a Dove.”

¿Quién traicionaría a la cremosa pastilla blanca tras un mensaje como éste? El resto de las marcas no te aman, no te cuidan, no te aceptan. Sólo Dove te quiere como si fueras su hija. El resto de las marcas forman parte de la cultura mundana de la vanidad, y quien entra en contacto con ellas lo hace con un demonio que se cobrará un alto precio por sus pócimas y emplastos. Sólo para Dove eres bella. Para los demás sigues siendo fea.

Pero, entonces, ¿cuál es la verdadera situación? ¿Estas mujeres son hermosas? ¿O es verdad que son feas objetivamente?

Pues, en algunos casos, mucho.

310426_10150479085851321_618881320_10881638_541096437_nDove presume de investigar y ofrecer un concepto alternativo de belleza, pero es difícil encontrar en sus sucesivas campañas algo más que lugares obvios y comunes sobre la aceptación de la diversidad y la revalorización de “lo natural”. No todas las mujeres coinciden con el patrón estilizado, de modo que los otros patrones también deben ser bellos. Pero este deber presenta pocos asideros. Cuando Dove fotografía a mujeres 15 kilos o 15 años por encima del peso y edad habituales en las campañas de productos dependientes directamente de la belleza, lo hace aproximando en lo posible el aspecto de sus modelos al del modelo general. Mujeres obesas y maduras aparecen así enajenadas, ridiculizadas, inevitablemente comparadas para mal con las de las campañas de las marquesinas contiguas.

Más allá de unas pocas vaguedades, la alternativa conceptual que ofrece Dove no se basa sino en un esfuerzo voluntarista: “Lo que decimos que es bello debe ser considerado bello, y tú debes contribuir a esa modificación en las convicciones generales, porque te beneficia.” Pero la definición formal de la belleza femenina permanece sustancialmente intacta. Dove no nos dice que las mujeres consideradas más hermosas por el consenso mayoritario deban dejar de serlo. Lo que nos dice es que las otras no son tan feas, que la distancia puede reducirse, que la tolerancia a la fealdad debe ampliarse.

¿A qué nos recuerda esto?

Efectivamente, el capitalismo utiliza masivamente esta estrategia para motivar a sus súbditos: “El sistema te da oportunidades. Tu posición subordinada en la estructura social no debe llevarte a enfrentarte al sistema, sino a luchar por crecer en él.” Lógicamente, evita el corolario de que, aunque yo siga ese principio, si quienes me rodean también lo hacen, mi posición en la estructura no habrá cambiado, pero el incremento de esfuerzo habrá deteriorado mi existencia en beneficio del capital. Cuanto más lucho como individuo  por liberarme siguiendo las reglas que me propone el sistema del capital, más contribuyo a la subyugación del conjunto de la sociedad.

Ninguna foto publicitaria de Dove ayuda a subvertir o desestabilizar la jerarquía estética de los diferentes grupos que la ideología estética genera y jerarquiza. Las campañas no ofrecen a las mujeres generalmente consideradas como inatractivas la oportunidad de ser tan bellas como las de las campañas ordinarias, sino como las de las campañas a ellas destinadas, mejorando así su posición sólo dentro de su propia categoría. Esta oportunidad tiene una importante capacidad persuasiva. Ante la imagen retocada de la mujer obesa, más atractiva que ella misma y que las otras mujeres obesas con quien se encuentra en su vida cotidiana, la mujer obesa real se compara. De la comparación desarrollará una esperanza de mejora real dentro de su grupo, a costa de asumir definitivamente la ideología estética que la condena a una belleza de segunda.

Así, Dove logra un trascendental beneficio: La reincorporación al consumo de aquellas mujeres que lo habían abandonado, que “se habían abandonado”, en términos publicitarios, por no ofrecer su propio cuidado perspectivas significativas de mejora. El rol de la “gordita feliz” se encarna en mujeres que no son nunca consideradas como igual de atractivas que las mujeres no obesas, pero que adoptan una actitud de integración histérica e indiscriminada en el sistema de consumo. A costa de ello consiguen dos magros beneficios: una ligera mejora de su aceptación social, y un significativo distanciamiento de la figura, siempre amenazadora en su latencia, de la “gorda perdedora”.

La vinculación de este concepto débil de belleza con la integración social y la autoestima es un mecanismo perverso que no se separa un milímetro del empleado por el resto de los medios. No hay aquí espacio para exponer en qué consistiría una verdadera crítica alternativa al concepto discriminatorio de belleza (aunque sí aquí) pero baste señalar que debería abrir la vía para convertir a la belleza en expresión del valor ético del individuo. En rigor, éste no puede proceder de otra cosa que no sea su comportamiento, y para que la belleza desempeñe algún papel significativo en un mundo justo, no tiene otra vía que convertirse en un lenguaje que nos hable de esas acciones, del mismo modo que el diseño, en su perspectiva funcional, no sólo considera que la belleza es la función, sino que demuestra que aquellos objetos que logran despejar el vínculo entre su forma y su función, logran que en el usuario se establezca una relación íntima entre la belleza y la eficacia.

Pero Dove no vende acciones, al menos en los supermercados. Si la belleza no estuviera ligada, en última instancia, al consumo patológico de un conjunto de categorías de productos, entre los que destacan los cosméticos,  las ventas de esta y tantas otras empresas se reducirían a niveles impensables. Ese movimiento ideológico es, por tanto, inaccesible para Dove, o para cualquier otra empresa del sector, salvo un profundísimo cambio, no sólo comercial, sino productivo. La lógica comercial de Dove condiciona su mensaje al de decir que “sentirse bien depende de estar guapo, y estar guapo de parecerse a patrones perceptivos muy primitivos vinculados con el rol patriarcal de la mujer, especialmente en sus componentes de eficacia reproductiva y de objeto de ostentación social”. Vamos, lo de siempre.

La verdadera consecuencia de la política comercial de Dove no es, pues, la reconciliación de la mujer con su aspecto y, menos aún, su liberación con respecto a la dictadura de la imagen. La verdadera consecuencia es la reintegración de los colectivos perdidos a la lucha de la competitividad estética y, con ello, su recuperación para el mercado. La mujer despreciada por los parámetros estándares pierde la capacidad de culparlos de su marginación pues, desde su espontánea posición no competitiva recibirá el mensaje de que Dove la habría salvado de haber aceptado su consumo. Si acepta ser salvada por Dove no logrará la normalización, pero siempre recordará que, como compensación por el fraude que constituye no haber accedido a la normalidad, al menos obtuvo la ventaja de ser diferenciada de la marginación completa; la gordita feliz siempre dispondrá de la posibilidad de experimentar la condición de opresor mediante el desprecio hacia la no consumista obesa perdedora.

Creer que las cabezas pensantes en Dove no son conscientes de que sus campañas les proporcionan en exclusiva un enorme mercado virgen contradice todos los principios de economía lógica y crematística. Juzgar dichas campañas por su declaración de intenciones, sin calcular sus verdaderas consecuencias, es entregarse al surgimiento de panoramas aún más opresivos, aún más desalentadores.

Preguntada una amiga por lo que le sugería la imagen corporativa de Dove me contestó de manera pasmosamente cruel y esclarecedora: “Crema para gordas”.

 

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