La “marca Corea” y el no tan curioso auge del K-pop
Por Jaime Moreno
«Gentleman», el último sencillo de Psy, ha superado ya los 500 millones de vistas en YouTube. Va camino de convertirse en el vídeo más visto de la historia. Con permiso de «Gangnam Style», claro. El pop surcoreano (K-pop) parece haber surgido de ninguna parte. Hasta hace apenas unos años, Japón era el único país asiático del que nadie sabía nada, musicalmente hablando. Y había que ser un friki para saber algo. Como bien indica Google Trends, el ascenso del K-pop entre la comunidad global de fans es paralelo a la pronunciada crisis de su homólogo nipón. En una palabra: Corea (en color azul) ha ocupado el vacío dejado por Japón (en color rojo). Los picos de “Gangnam Style”, a finales de 2012, tan solo apuntalan el auge del K-pop. ¿Cómo ha sucedido? Primero, los productores coreanos copiaron lo que Japón venía haciendo desde 1960: crear ídolos en lugar de descubrirlos. Segundo, al igual que la MTV veinte años antes, entendieron enseguida la importancia decisiva del vídeo. Tercero, desde los inicios supieron adivinar el embrujo del reality show (el artista cuya vida privada, y hasta secreta, se expone en un escaparate) y el carisma pseudo-místico de los guapos y famosos. Y por fin, convencieron al gobierno de su valía. Hay agencias estatales que promocionan el K-pop con el mismo ímpetu con el cual se promocionó el deporte en España tras las Olimpiadas de Barcelona. A la música hay que añadir las telenovelas, adoradas en China, y otras propuestas de la llamada Hallyu (ola) coreana. Todo esto se paga con el dinero que aporta una economía pujante, y dos o tres productos de moda. El mejor ejemplo es el teléfono Samsung Galaxy, que parece ya más popular que el mismísimo iPhone.
Esta es la historia en breve. A comienzos de los años 90, Corea del Sur aún se llamaba a sí mismo «país subdesarrollado». Era como la España de Franco, previa a Torremolinos. Entonces empezó el boom económico, una bestia de proporciones satánicas, que trajo consigo nuevos estilos musicales: desde el hip hop hasta el new metal, pasando por la música dance. Nótese la ausencia del rock, cadáver ya desde mediada la década, y la ignorancia total de la guitarra como símbolo de rebelión juvenil. El barrio de Gangnam (sí, la canción es una parodia) se convirtió en el refugio de los nuevos ricos. Entonces pasó lo inesperado. La crisis asiática de 1997 dejó a Corea del Sur, el último en llegar al festín, en peor estado que sus vecinos. Y así tuvo que reinventarse. Lo hizo a golpe de marketing, y tirándose de cabeza a Internet. Hoy, por el precio de un CD, los coreanos pueden comprar 250 canciones online, mientras que en Europa, EEUU y Japón apenas nos hacemos con trece o catorce. Corea del Sur fue el primer país del mundo en el que las ventas de música digital superaron a las de los discos compactos, hace ya algunos años. La compañía SM Entertainment, fundada en 1996, es la gran pionera y la más fuerte de todas. Sus vídeos en YouTube reciben mil clics por segundo.
Al contrario de lo que ocurre en otros países de la región, por ejemplo en Tailandia, la juventud de Seul abandonó su gusto por las canciones de amor infumables de la noche a la mañana. Fue un paso de gigante, ya que en las radiofórmulas asiáticas eso es lo que suena principalmente desde 1970. Seo Taiji and Boys fueron los primeros en vender millones celebrando la frivolidad. Atrás quedaron el sueño de tener una esposa perfecta ―ama de casa sexy― y las baladas lacrimógenas en torno a novios que se fugan. Hay mucho sentimentalismo en las coreografías de las boy bands americanas (¿recuerdan a Backstreet Boys?) que los jóvenes de Corea hicieron suyas al instante. Y la verdad es que los colores pastel abundan en los vídeos de K-pop. Pero cada año que pasa, el pudor y la inocencia tienen menos peso. O su significado es más lúdico, menos remilgado. El secreto de la música popular, es decir, el secreto de su éxito, es el sexo: el amor siempre ha sido un estorbo a la creatividad —más aún cuando brilla con lentejuelas— y un analgésico para adolescentes, que dejan de gastar dinero en cuanto se enamoran. El K-pop parte de esta premisa, como lo hiciera Elvis en su día.
Cantar en inglés es un desafío. Para desviar la atención de los fans, el baile se convirtió en la pieza central del rompecabezas. Corea contaba ya con una historia de danzas folclóricas colectivas, lo cual ayudó. Cada uno de los miembros de estos grupos de bailarines es seleccionado de entre los cientos que hay en la cantera, y cientos de miles hacen cola a la intemperie. SM Entertainment recibe cada año 300.000 solicitudes, de diez países diferentes, para entrar en su factoría de ídolos. Es como un equipo de fútbol de Primera División, o como una escuela de ballet, gimnasia rítmica o lo que ustedes quieran. SM opera según un modelo vertical y cefalópodo: nada es improvisado y nada se escapa a su control. En Asia, además, hay una larga tradición militarista, que penetra las escuelas, y que facilita este sistema. No hay que olvidar tampoco al vecino del norte, y el hecho de que las dos mitades del país aún estén teóricamente en guerra. Incluso los celebrities hacen la mili en Corea, y es imposible reírse del nacionalismo sin caer en el peor de los olvidos. En fin, al baile se le añadió el gesto agresivo del rap, y entre uno y otro se coló Michael Jackson, con su andrógina sexualidad, mucho más cercana al espíritu asiático que al occidental. Y así es como el K-pop se creó a sí mismo.
Queda hablar de la música. Desde el punto de vista artístico, la calidad es bienvenida, siempre y cuando funcione comercialmente. El conjunto es embriagador, a veces ridículo. SM Entertainment tiene a su disposición 400 compositores repartidos por el mundo, y edita un puñado de las casi 3000 canciones que llegan anualmente a sus despachos. Pero lo que destaca es la mano detrás de los controles de sonido. «Rum Pum Pum Pum», lo último de f(x), que en apenas unos días acumula millones de clics y que se extiende como un virus por toda Asia, recuerda un poco a «Fuck them bitches» de Kelis. Pero el guiño del productor a la prehistoria analógica se pierde en un fondo saturado de originalidad: sin ir más lejos, la letra compara el amor/sexo con las muelas del juicio. Volviendo al asunto de la lengua, el K-pop confía tanto en sí mismo que no ve la necesidad de traducirse al alfabeto latino. “Los fans tendrán que acostumbrarse”, dicen entre líneas los productores. En efecto, se han acostumbrado, en masa desde el año 2009, como bien indica el gráfico. La música coreana ha llegado mucho más lejos que las telenovelas, y su éxito es más rotundo que el de las películas de terror que tanto gustan en los festivales. Es lo que es Corea del Sur, el país como marca, a ojos de la globalización. Tal es el estado del K-pop: aunque siempre se vea tentado a buscar la ayuda de productores-estrella en EEUU, sabe que tiene ventaja y que no precisa el visto bueno de Jay Z.
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Jaime Moreno es profesor universitario en Tailandia.
Es el autor del libro Rokku: una historia del rock japonés,
1945-2010. Tambien se ocupa de los blogs
www.akaneindie.com y http://radiotailandia.wordpress.com/
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