Alvarez Ortega, el resplandor secreto

Por Antonio Costa

 

Alvarez Ortega 1

 

   Hace unos días murió el poeta cordobés Manuel Alvarez Ortega. Era un resplandor secreto y tenía muchos admiradores fervorosos al margen de la pompa y la circunstancia. En el año 2001 la universidad de Saint Gallen lo propuso para el Premio Nobel de Literatura, pero era alguien demasiado independiente para ganarlo.

     Nació en Córdoba muy cerca de la mezquita en 1923. Estudió Veterinaria en esa ciudad. En 1961 obtuvo una beca de la fundación Juan March para traducir poetas franceses en Paris. En 1986 la revista Culturas le dedicaba un número monográfico. En 2002 se publica en Estados Unidos en inglés su libro “Gesta”. El editor de Devenir, Juan Pastor, que publicó con amor y artesanía muchos libros suyos, editó en 2007 una “Antología Poética”. En una entrevista en 2005 en el Café Gijón de Madrid decía: “La tradición literaria me ha importado siempre muy poco. Mi tradición me la he fabricado yo con los poetas que me importaron, muy pocos, seis o siete en nueve siglos”.

     Le debemos el disfrute del simbolismo francés por su libro “Poesía simbolista francesa”. No solo de los más famosos, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, que hubiéramos conocido de todos modos, sino también de otros como Tristan Corbiere, Germain Nouveau (el amigo de Rimbaud que vagabundeó por Europa y África y murió como un mendigo sin que nadie lo supiera en una casa en el campo después de escribir: “Sin verde estrella en el cielo, ni blanca nebulosa,/ sobre no sé qué triste Estigia, en el centro de la O”) , Stuart Merril. Gracias a él disfrutamos cuando Albert Samain dice en castellano :”Existen extrañas tardes en que las flores tienen alma/ el corazón más secreto viene a morir en los labios”. O susurra Viele Griffin: “Hermosa hora, es preciso que nos separemos/ hacia las olas y la noche para siempre perdida…” Y también disfrutamos con su “Poesía francesa contemporánea” o sus “Veinte poetas franceses”. Son regalos tan valiosos como pocos nos han hecho, que nos han abierto mundos.

 

 

 

     Y uno no traduce algo por casualidad. En esa misma onda estaban sus libros de poesía, como “Exilio”, “Invención de la muerte”, “Oscura marea”. Ya en “La huella de las cosas”(1948) empezaba con perfume simbolista: “Mi cuarto tiene presa el alma de los días pasados, entre los mudos libros/ se agolpan los recuerdos, versos, cuadros, flores, acaso una rama”. Continuaba con ecos existencialistas y neorrománticos en “Noche final y principio” (1951): “Voy por las calles de Córdoba, perdido en la oscuridad/ quiero retener lo que el amor engendra cuando muere/ las horas que se graban en la arena del mas puro deseo”. Tuvo sones visionarios en “Reino memorable”(1966) : “Veía la luz, un cielo hermoso, una llama/ que entregaba como un trozo de pan recién cocido/ a los que exilados del mundo lloraban”. Y se iba dibujando como melancolía de agua en “Acuarium”(1970): “La yedra escribe en el muro su indeleble sentencia, planifica su escalofrío, oye un no ser, toca una muerte”. Y se hacía todavía reluctante esperanza en “Liturgia” (1981) : “Te hicieras eternidad, memoria a la deriva, y cayeran tus cenizas sobre la noche del mundo”. E insistía en la iluminación a los ochenta años en “Heredad de la sombra” (2005): “La casa calcinada por la luz / Arriba, junto a la ventana que la yedra abrasa, el rostro que no fue”.

   Entre sus ensayos destaca “Intratexto”, conjunto de reflexiones sobre la poesía y la creación. Medita sobre como llega la poesía, como se van llenando las páginas en blanco. Se dirige al intratexto de la poesía, a su respiración, no a estructuras mecánicas o a observaciones externas. Para Álvarez Ortega el poema nace de un fulgor interior, de un deslumbramiento mágico, que saca a las cosas de su inercia. La pluma alza un muro que nos aísla del mundo habitual y nos conduce a un territorio inédito. La poesía nace de una entrega incondicional, de poner todo el ser, de romper las barreras. El poeta, dice Ortega, está entre dos realidades, la que nos somete y la que nos inventa, y esta última nos lleva al origen, a las raíces, y así accedemos a lo inagotable, a lo original, nos volvemos geniales por un momento, conectamos con los genes del mundo. Escribir es un acto de posesión, dice Alvarez Ortega, nos posee el origen, nuestros demonios. Y si vivimos esa experiencia en profundidad la marea existencial cae en el poema. El mundo habitual, ya señalaba Heidegger, es una ocultación, una falsedad permanente, el reino de lo anónimo, y al escribir abrimos nuestro espacio más auténtico.

   Álvarez Ortega 2La experiencia poética, dice Alvarez, desencadena una reacción no prevista por el lector. El lector intenta acceder a un pensamiento preconcebido por él pero se desconcierta porque “ningún área mental puede asimilarse de súbito y nunca la palabra puede por sí reivindicar lo que aún no está determinado”. Por eso “la incoherencia poética se manifiesta siempre en quien se separa del orden elemental del pensamiento o cede al impulso que hace crecer el poema hacia su propio interior”. Alvarez aconseja introducir una palabra completamente ajena a la atmósfera del poema, para que después éste se reconstituya orgánicamente integrando el nuevo vocablo. Porque así funciona la vida. Y la poesía de ese modo es una revelación.

   La poesía según Álvarez nos hace asomarnos al abismo, da a las palabras una dimensión nueva, recrea un territorio inédito. Y nos abre a las desgarraduras de nuestro propio ser. La poesía, afirma, “es la sintaxis del alma de quien escribe, no tiene rostro, pues no está en los signos que intentan expresarla”. Y el libro termina con audacia : “La poesía es verdad porque es imposible”. De modo que la poesía nos abre lo imposible, la magia más escondida del mundo, la paradoja, lo que no cabe en los límites del pensamiento. Nos hace levantarnos por encima de nuestras propias muletas, nos abre al infinito. Lo posible es lo que puede ponerse, pero la poesía pone lo que no puede ponerse, tiene esa audacia, esa valentía. Abre luz para lo que no tiene cauces de luz, revienta la corriente eléctrica, y de repente todo lo que parecía apagado se vuelve luminoso, lo que no nos decía nada empieza a gritarnos cosas. El cuarto se llena de genios como me pasó a mí una vez en una buhardilla de Compostela.

 

 

 

 

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