Días en los cines del mundo

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Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

Yo necesito ir al cine todos los días en cualquier lugar del mundo. El que quiera encontrarme , lo tiene fácil, solo tiene que buscarme en la fila cinco de cualquier cine del mundo.

Me acuerdo de aquel cine en Ushuaia, en la Tierra del Fuego. Ponían una película sobre un deportista bocazas a cuyo cuidado dejan una niña y que acaba encariñándose con ella. Estaba cerca del Museo de los Yamana. Tenía el suelo de cemento, había un nártex con un expendedor de bebidas que no funcionaba, y parecía un pabellón galáctico cerca del puerto.

Recuerdo aquel cine de Tokio, en el barrio Ginza, que estaba en un décimo piso. La taquilla estaba al nivel de la calle en otro edificio y me dieron unas explicaciones que no entendí y me perdí en los ascensores y volví a la taquilla a consultar y no sé cómo demonios conseguir llegar a la sala. Ponían una película en que un joven seguía a una joven y no se atrevía a hablarle en el metro y miraba su foto en la habitación y eso lo comprendí sin dificultad.

En Rostov del Don, en el sur de Rusia,   tuve que pagar quince entradas para que me pusieran a mí solo una película de Drácula. El cine era bastante cutre, estaba dividido por columnas muy gruesas, había cortinas grasientas en las paredes, y la película estaba muy gastada. Cuando creí que había terminado de repente casi salto en el asiento porque aparece Drácula de nuevo y parecía que iba a hablar conmigo en la sala.

En un cine en Budapest vi una versión original subtitulada en húngaro de “Instinto básico” y escuché a una mujer con sonrisa candorosa hablarle a otra mujer. Cuando más tarde vi la película en España descubrí que aquella mujer de expresión virginal había cometido varias crímenes y se estaba jactando de ello. Así que no me bastaba con decir “kozonom” (gracias) para quedar bien con la taquillera, y aquel nivel de húngaro era bastante insuficiente.

Recuerdo el cine Raj Mandir de Agra, un auténtico palacio de maharajás, un monumento grandioso a la gloria del cine, que levantó un multimillonario cinéfilo, y que es una de las atracciones de Jaipur. Había una cola larguísima, y un policía con una porra muy grande obligaba a la gente a mantener la compostura, y al ver que era extranjero me dijo con una sonrisa de cine que podía pasar si quería, pero a mí no me apetecía aquella tarde.

En otro cine escondido en el barrio más laberíntico de Agra   todo el mundo daba vueltas y hablaba como en la calle y había un sonido altísimo y ponían una película donde indios de película llegaban a la mansión familiar en avión privado y todo el mundo lloraba mucho y se titulaba “Días alegres, días tristes”. Tuve que esperar mucho tiempo en la entrada, y un joven indio elegante me dijo que si le pagaba la entrada me podía ir explicando la película, pero yo le dije que no, porque no quería charlas, y yo voy al cine a estar totalmente solo y a salirme totalmente de la vida. Las películas son casi todas musicales y duran tres horas, pero aquella duraba cinco horas, y uno no podía salirse antes de la proyección, porque en aquellos días había amenaza de guerra con Pakistán, y se habían producido varios atentados terroristas en cines.

Recuerdo otro cine en Isfahan. Ponían una película en que un joven malvado rapta a una chica casada y se empeña en llevarla por las montañas hasta el mar Caspio, pero nunca la toca , porque en el cine iraní nunca se tocan los hombres y las mujeres. Al final el hombre loco y peligroso se encuentra frente a un montón de policías y no se sabe que va a hacer pero finalmente pone el coche a toda velocidad y sortea a los policías y se dirige de manera suicida hacia el Mar Caspio donde amar no está prohibido y los ayatolás no tienen el control.

Recuerdo otro cine en Estambul, en la calle Istiqlal moderna y cosmopolita. Unos jóvenes se me pegaron sonrientes, y querían acompañarme a todas partes, y les dije que iba al cine, y ellos dijeron que también iban, y tuve que echarme a correr entre la gente para despistarlos. En el cine metido en un portal vi una película que se desarrollaba en cronología inversa y al terminar vi como Valeria Bruni Tedeschi, maravillosa y encantadora, de una seducción inolvidable, entraba lentamente en el mar provocando que todos los espectadores silenciosos entráramos con ella.

En otro cine en Bogotá solo estábamos Consuelo y yo y ponían una película iraní sobre un niño al que nadie quiere, y su padre lo lleva por las montañas, y algunas veces piensa en deshacerse de él, y después se siente culpable por no saber amarlo, y al espectador se le desgarra el corazón ante una película austera y sin complacencias. En el vestíbulo había carteles de otras películas que nadie vería y estaba al lado del Parque de los Periodistas y de las calles que suben hacia los Andes. Nunca he visto un cine más triste y desolado que aquél. Después me enteré de que ya no existe.

En uno en Santiago de Compostela la entrada estaba llena de gatos y de carrocerías de coches. Me pusieron “Leolo” a mí solo y el portero al salir me preguntó si me había sentido solo. Después vi “Sospechosos habituales” y detecté una especie de trampa, me di cuenta de que en esa película Kaizer Zozé, el criminal abominable que interpreta Kevin Spacey, y que nadie sospecha que pueda ser ese mendigo cojo, no cojea al principio de la película. De todos modos mucho antes, en ese cine abandonado y x, había visto Historia de O y me había enamorado hasta la obsesión del cuerpo restallante de Corinne Clery.

Otra vez estaba en la   filmoteca de Oslo, y la entrada estaba carísima , como todas las cosas en Noruega, pero yo no puedo dejar de ir al cine. Volví a ver “Lawrence de Arabia” y tuve una discusión con un estalinista que tenía la vida entera cuadriculada sobre quién controla el cine, y confundía los productores con los distribuidores, y los guionistas con los directores.

Un día estaba en un cine en Lisboa debajo de una escalera, cerca de la estación histórica del Rossio, compré una entrada y me fui un tiempo y la perdí pero el tipo me dejó entrar porque aquello parecía la sala de estar de su casa y me había controlado, y vi una película de terror que casi me hace salir subiendo por las escaleras.

En Quito íbamos Consuelo y yo al cine “Ocho y medio” y su nombre me hacía disfrutar en el recuerdo a Fellini, y daban unos bocadillos que tenían nombres de directores o de películas. Quise que Consuelo viera “Cinema Paradiso” y los dos disfrutamos con los esfuerzos de Philipe Noiret (que ya no era Pablo Neruda esperando a su cartero) para copiar en un examen del niño amigo suyo y sufriendo cuando el cine se destruye y se acaban los sueños de aquel pueblo para siempre.

Recuerdo aquel cine en Nueva York en la tercera avenida, cerca de mi hotel hippie repleto de pintadas. Cada tres minutos se oía el estruendo del metro debajo de la sala y había que reconstruir especulativamente los diálogos. Recuerdo el cine Luchana de Madrid, donde ponían las películas más raras o más patéticas y una vez vi   “Ellos robaron la picha de Hitler”. Recuerdo aquel cine en Luxor, donde   los egipcios sonreían porque iba a ver una película europea sin censurar y podían verse mujeres en ropa interior y besos de verdad. Recuerdo el cine Gaumont en Buenos Aires, cuyo vestíbulo estaba decorado con reproducciones de Edward Hopper sobre las soledades en los hoteles y uno se ponía ya al mirarlos, antes de ver la película, en un mundo de intensidades y experiencias existenciales.

Si alguien quiere verme, que me busque en la fila cinco de cualquier cine del mundo.

 

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