Recital de Vincent Cassel en «Mi amor».
Mi amor, que se proyectó dentro de la sección Rellumes del pasado festival de cine de Gijón con notable éxito, la dirige Maïwen Le Besco (Les Liles, 1976), una actriz y realizadora (Pardonnez-moi, 2006, Polisse, 2012) francesa relacionada sentimental y profesionalmente con Luc Besson. Mi amor, que sin duda será uno de los taquillazos del cine francés, es de esas películas que gustan a todo el mundo sin menoscabo de su calidad indudable.
Tony (Emmanuelle Bercot), una elegante y sofisticada abogada, se reencuentra muchos años después de haberse topado con él en un bar, cuando ejercía de camarera, con Giorgio (Vincent Cassel), un empresario restaurador, y entre ambos surge un amor enloquecido que acabará en matrimonio y dará como fruto un hijo. Durante algo más de dos horas Maïwen Le Besco radiografía esa locura que llamamos amor, la irracionalidad de ese sentimiento cuyo grado de desquiciamiento no hace felices a los protagonistas de su película porque la suya es una relación tóxica. Peleas, infidelidades, drogas, borracheras y relaciones a dos bandas es la barrera de obstáculos que se ponen por delante la pareja que interpreta este melodrama que empieza con risas y acaba con llanto.
Vincent Cassel, a quien medio mundo envidia por haber estado casado con Mónica Bellucci, despliega a lo largo de las dos horas leves de metraje su arsenal de persona encantadora, de seductor nato que se hace perdonar todos sus desmanes, y lo borda con creces haciendo gala de un cierto histrionismo, común en el actor, pero que aquí casa perfectamente con el personaje; y Emmanuelle Bercot, que ganó con esta película el premio de interpretación femenina en Cannes, estremece con su interpretación de mujer herida por sentimientos que no puede controlar.
De nuevo el cine francés, hegemónico en la industria europea, da en la diana comercial huyendo elegantemente de lo lacrimógeno, en lo que muy fácilmente podría haber caído Mi amor a la que se hubiera descuidado Maïwen Le Besco. La realizadora francesa asume con pasión lo que cuenta y el espectador empatiza con los dos reyes de la función, se deja seducir por dos actores en estado de gracia absoluta que hipnotizan desde la pantalla.