«Lo que esconde Silver Lake»: Bienvenidos a la irrealidad

«Lo que esconde Silver Lake», la más que esperada nueva película del director de «It Follows», irrumpe a golpe de genio en ese subgénero del cine negro que se adentra en los suburbios cargados de irrealidad de Los Ángeles. David Robert Mitchel, sin jugar a la referencia fácil, teje su trama con hilos llegados de lo más granado de ese particular universo, ya sea el Altman de «El largo Adiós», apuntes directos de esa parte de la ciudad de una nocturnidad tan explorada y querida por David Lynch, o perderse en los mismos vericuetos que Paul Thomas Anderson en «Puro Vicio», película que parece nacida de la misma cepa que esta. Puede pasar del más respetuoso de los clasicismos a secuencias de animación sin que el engranaje rechine.
Y la propuesta inquieta.
En uno de esos barrios que parecen estancos al resto del mundo, malvive Sam (Andrew Garfield), un joven sin más ocupación que asfixiarse en su destierro. La aparición en los apartamentos de una peculiar mujer (maravillosa Riley Keough) y la posterior desaparición de la misma provocará que Sam comience a indagar para tratar de encontrarla, un periplo rigurosamente detectivesco, y ese viaje le llevará a zonas de mayor desasosiego. Pero Robert Mitchel detona lo que en «It Follows» podia no ser más que un brillante ejercicio de estilo y confirma que es un narrador prodigioso, con una impronta tan personal y un lenguaje tan propio que parece destinado a estar entre los grandes. Porque su inventiva visual, y su brutal pulso como guionista, van conformando una obra muy sorprendente, incluso dentro del desconcierto que genera de forma tan consciente, y a salvo de caer en el pozo sin fondo de lo pretencioso. Las por momentos lisérgicas bifurcaciones de la trama, el catálogo de personajes inclasificables, la terminan abocando a una resolución que tiene más de metáfora que de desenlace (el cual no deja de ser incisivo e hiriente), pero el despliegue de recursos y la solvencia de un talento que filma de manera brillante hasta la más duras de sus propuestas hacen de este ejercicio detectivesco un trabajo muy alejado a lo que nos están intentando acostumbrar los grandes estudios. Seguro que se le puede achacar algún recoveco artificioso y discutible, pero como conjunto es un mazazo.
Y al frente de todo este recital de paranoias, Andrew Garfield, quien al fin encuentra un papel en el que encaja como un diseño perfecto, un actor que pese a sus muchas virtudes sigue dando tumbos de extremo a extremo, de casi acabar con la franquicia de Spiderman a ser lo peor del «Silencio» de Scorsese, incapaz de hallar vehículos donde desarrollar ese peculiar histrionismo del que no hace menos gala en esta película. Solo que esta vez su locura encaja y su dolor conmueve. Un trabajo excepcional.
Como el resto de esta obra tan poderosa e interesante.

 

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