«Una noche en Miami…»: La herida interminable


Siempre ha sido un paso muy complicado ponerse a la vez delante y detrás de las cámaras (y eso teniendo en cuenta que desde sus inicios autores como Keaton o Chaplin ya lograron hacerse con el control creativo a ambos lados para preservar intactas sus ideas creativas). Dejando de lado filmografías como la de Clint Eastwood, quien ha terminado por ser mejor director que interprete (siendo, como lo es, un actor no pocas veces excepcional), son escasos los actores que logran abrirse camino conjuntamente en ambas disciplinas. Se podría hablar de Paul Newman o Robert Redford (aunque esté ultimo fuese quien se consolidara más como director, pese a las excelencias que llegó a filmar el primero), o de Mel Gibson, que mantiene una filmografía como realizador realmente interesante. O señalar casos aislados como el de Charles Laughton, quien rodó una única película como director, «La noche del cazador», con la cual se saltó la categoría de obras maestras para inscribirla directamente en el estatus de películas míticas de culto. Pero por normal general, los actores que también dirigen suelen tener un recorrido más bien corto y no demasiado acertado (incluso actores de la talla y el conocimiento cinematográfico como Jack Nicholson no han pasado de filmar obras mediocres, incluyendo una insólita y desangelada secuela de «Chinatown», que ya incluso como proyecto parecía un empeño descabellado teniendo en cuenta desde dónde partía).
Ahora, la actriz Regina King se coloca detrás de la cámara, tanto como directora como productora, en una industria donde la mujer raramente alcanza el reconocimiento de otros directores del sexo contrario, y con el añadido de ser negra, casi en calidad de intrusa intentando entrar en un territorio cada vez menos vetado dentro de las grandes producciones.
Pero con tanta carta en contra, Regina King gana la partida.
Dejando aparcado durante un tiempo su imparable ascenso como actriz, tanto en cine como en televisión (Oscar como Mejor Actriz de reparto en 2018 por «El blues de Beale Street» y un Emmy el año pasado por su genial trabajo como en «Watchmen», relectura de Alan Moore según Damon Lindelof), no parece que este su primer trabajo como directora sea flor de un día.
Narra el encuentro real de cuatro leyendas de la cultura negra (el por entonces aún conocido como Cassius Clay, Malcolm X, el cantante Sam Cocke y la estrella deportiva Jim Brown) en un motel pocas horas después de que Clay ganase el título mundial de los pesos pesados frente a un doblemente noqueado Sonny Liston (física y psicológicamente, tal y como se nos muestra en la película). Cuatro ases que parecían en la cima de sus carreras, pero que estaban mucho más cerca del abismo de lo que nadie hubiera podido imaginar en ese momento. A Muhammad Ali se le arrebató ese título muy lejos de los cuadriláteros,Malcolm X moriría asesinado tan sólo uno año después, Sam Cocke fallecería ese mismo año (no sin antes legar una canción, » A Change Is Gonna Come», señalando lo abisal de las heridas de una sociedad que sigue alimentando a las fieras del racismo) , y Jim Brown dejaba el fútbol americano, habiendo batido todos los récords, para emprender una carrera en el cine que se quedó muy lejos de sus expectativas (por recordar algún papel memorable, fue uno de los miembros de «Doce del patíbulo»).
Basada en una obra teatral de Kemp Powers (quien se encarga de escribir el guion, lo que le permite eludir de manera brillante, como muestra ya en el prólogo, ese triste temor a mostrar que se trata de una pieza escrita para teatro, lo que a veces casi se torna en anatema), la película nos permite estar y vivir en el centro de esas conversaciones que mantienen los cuatro protagonistas, que de un modo invariable acaban encallando en el mismo escollo: ¿estaban haciendo lo suficiente por la gente de su raza teniendo en cuenta que probablemente en ese momento gozaban de una más que poderosa influencia? Y es de admirar el tono sosegado, incluso en los diálogos más agrios, respetuoso, distante pero no alejado, sin picos ni simas, con los que tanto el escritor como la directora van narrando ese encuentro, también perlado de desencuentros. Regina King filma sin algarabías de estilo ni forzando la balanza. Basta recordar que Spike Lee comenzaba su biografía sobre Malcolm X (consideraciones aparte, un trabajo brillante) superponiendo las palabras del polémico líder activista con imágenes reales de la inclasificable paliza que la policía propinó a Rodney King, unos repugnantes hechos que acabaron en una revuelta de protestas que se cobró la vida de más de 80 personas, lo que empujaba al espectador hacía una posición de la que ya no podría moverse. No es el caso. Son los personajes y solo ellos, sin la injerencia estilística del director o sus idearios políticos, los que tendrán que dirimir su verdadero papel en la responsabilidad de lo que estaba ocurriendo con la población negra en ese momento y que hoy, casi 50 años después, sigue siendo igual de aterradora. Semejante temple narrativo acaba envolviendo al espectador, que termina por compartir muchas de las reflexiones expuestas y hasta puede que nos haga preguntarnos qué papel estamos jugando todos los demás en la brutal y asesina lacra del racismo.
Cuenta ademas con un reparto para el que sólo caben alabanzas: Kingsley Ben-Adir, Eli Goree, Aldis Hodge y Leslie Odom Jr., aunque éste último se siga colando en muchos premios porque, aparte de su interpretación, escucharlo cantar como Sam Cocke es literalmente escalofriante, en el mejor de los sentidos posibles.
La película acaba con una cita de Malcolm X en la que señala que la hermandad era lo único que podría salvar al país.
Dos días después, miembros de esa fraternidad lo asesinaban brutalmente frente a sus seguidores.
Sólo cabe aplaudir la aproximación de Regina King a una herida que en vez de cerrarse, se sigue abriendo cada día un poco más.

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