«Mapa de soledades», de Juan Gómez Bárcena

CARLOS MANZANO

Si bien para escribir una novela o un relato se precisa, además de una considerable competencia en el uso del lenguaje, cierta dosis de perspicacia, inventiva, curiosidad, ingenio y algunas otras habilidades por el estilo, para afrontar la escritura de un ensayo ―y que este tenga un mínimo de interés― se hace imprescindible poseer, además, una vasta y fina inteligencia. Porque un ensayo no es propiamente un libro científico, sino un enunciado racional construido a base de reflexiones, pensamientos, ideas, exposiciones e incluso intuiciones, sin obviar las relaciones que unen unos aspectos con otros y sin caer en absurdos que escapen a la lógica o contradigan los conocimientos adquiridos y los descubrimientos científicos. Y me temo ―aunque esta afirmación seguro que no es aceptada por muchos― que la inteligencia como tal (conviene no confundir proposiciones inteligentes con ocurrencias o meros disparates), entendida en un sentido proactivo y no solo reactivo, no es algo que abunde demasiado en este mundo. Tal vez haya motivos biológicos en ello; el funcionamiento de nuestro cerebro consume una considerable cantidad de energía, de modo que, a lo largo de la evolución, ha desarrollado una serie de mecanismos cognitivos-perceptivos con el fin de reducir al mínimo posible este exceso de consumo: nuestro cerebro está más preparado para adaptarse, para copiar, para repetir o para acoplarse ―no dejamos de ser una especie gregaria― que para ir más allá de lo establecido, para desentrañar estructuras profundas de significación o para hacer sesudos análisis comprensivos de aspectos que no interfieren directamente en nuestra cotidianidad, lo que hace que la mayor parte de nosotros no nos sintamos inclinados a indagar más allá de lo que nos afecta o nos condiciona. Y de ahí la facilidad con que se siguen hábitos heredados y se asumen significados socialmente compartidos, si no hay alguien (siempre una minoría) que los cuestione, porque para cuestionar con tino hacen falta otros ingredientes que tampoco vienen de serie: conocimiento y sabiduría, cuya adquisición exige igualmente un esfuerzo considerable, excesivo para la mayoría.

Quien haya leído ya alguna novela de Juan Gómez Bárcena habrá sido consciente de que, además de un extraordinario narrador, se trata también de una persona inteligente, y por tanto, perfectamente ducha para la escritura de ensayos. De ahí que su libro Mapa de soledades (Seix Barral, 2024) no pueda considerarse una rareza o un experimento, sino la consecuencia natural de una inquietud innata por comprender el mundo que nos rodea. La obra es, pues, en el pleno sentido del término, un ensayo acerca de la soledad, de los distintos tipos que podemos encontrar, de su evolución a lo largo de los tiempos y de su relación con los diversos modelos sociales que el ser humano ha ido creando desde los comienzos, además de un análisis pormenorizado de cómo todo ello nos afecta y, sobre todo, la manera en que nos construye como individuos sociales (sin entorno social, se mire como se mire, no existe el ser humano). Y sin embargo, a mi juicio, Mapa de soledades tiene más de pieza narrativa que de ensayística, es decir, que adopta como eje vertebrador no tanto la idea como la palabra. El libro se puede leer, pues, como un profundo análisis sobre la soledad en sus diversas formas y clases, cómo nos construye ―y cómo nos destruye― como individuos, hasta qué punto la necesitamos y en qué medida la rehuimos, pero también como un exquisito ejercicio literario cuya lectura en sí misma produce un indudable placer estético.

No es sencillo resumir todas las dimensiones del término soledad que son abordadas en Mapa de soledades: lo recomendable es hacerse con el libro y leerlo de principio a fin. Y aunque algunas de las ideas que se vierten en él podrían darse por sabidas (quien más quien menos ha reflexionado alguna vez sobre la soledad, o la ha sentido, o la ha percibido en su entorno), su brillante construcción formal hace que la lectura no pierda interés en ningún momento y que incluso en los capítulos menos incisivos encontremos ese ingrediente estético que solo un uso exquisito del lenguaje es capaz de proporcionar y que convierte la lectura en un puro acto de placer.

De todos los aspectos que se abordan en el libro, me apetece resaltar aquí uno que personalmente me interesa mucho: la manera en que la soledad no buscada (soledumbre, de acuerdo con el término que utiliza Gómez Bárcena, y que se refiere a una soledad no tanto física como emocional, afectiva) alienta la anomia y sirve de espita para que las personalidades vengativas, misántropas, agresivas ―y me atrevería a decir que criminales―, puedan desarrollarse sin apenas contrapeso. El mito del individualismo que sostiene en buena medida las sociedades capitalistas y alguno de sus principios básicos, como el que dice que uno es el único responsable de sí mismo y que solo compitiendo adecuadamente se puede llegar a conseguir algo parecido al triunfo, contribuyen a acrecentar este tipo de personalidades solitarias que, llevadas al extremo, pueden derivar en conductas que lindan o entran de lleno en lo criminal, como por ejemplo los denominados «lobos solitarios». No me resisto a copiar algunos fragmentos del libro, mucho más clarificadores que lo que yo pueda llegar a decir aquí:

«También parece existir una fuerte correlación entre aislamiento y agresividad. (…) Las personas solitarias creen enfrentarse a un mundo más hostil y menos confiable que las personas que disfrutan de fuertes vínculos sociales. (…) Esta tendencia es constatable también en el reino animal.»

«Según Noreena Hertz, parte de la explicación de este vínculo entre aislamiento y agresividad está también en nuestro cerebro. Al parecer, las personas que viven en soledad presentan índices de actividad cada vez más débil en la unión termoparietal, responsable de emociones como la empatía.»

«Numerosos estudios confirman que cuanto más aislado socialmente se encuentra un individuo, más posibilidades tiene de apoyar a partidos como Reagrupamiento Nacional de Le Pen o el Partido Republicano de Donald Trump. La mayoría de sus votantes son varones blancos, con poca o ninguna confianza en las estructuras comunitarias y con una fuerte percepción de haber sido olvidados por sus Gobiernos.»

Con respecto a esta última cita, de cuya pertinencia no tengo la menor duda, siempre me ha llamado la atención que la misma gente que vota a partidos cuyo principal reclamo es la jibarización del estado (el cual inevitablemente hay que sostener con impuestos) requieran al mismo tiempo de su presencia (es decir, de la acción de esos gobiernos y esos medios públicos cuyo papel hay que reducir) cuando se encuentran con situaciones en las que puede serles de ayuda y pongan el grito en el cielo si esta no se produce en los términos deseados. Tampoco hay que extrañarse; al fin y al cabo, la mente humana es capaz de sostener las mayores incongruencias sin provocar el menor conflicto interno: no hay nada más sencillo que pedir una cosa y al mismo tiempo su contrario.

Más allá de esta reflexión personal, cabe decir que la brillante exposición de Juan Gómez Bárcena en Mapa de soledades abarca todas las acepciones y derivaciones posibles del término soledad y de sus diferentes manifestaciones, en un profundo viaje ontológico que transita por todos los órdenes humanos y todos los espacios imaginables; y no todas, por supuesto, son negativas. Y es que, en buena medida, todos necesitamos de la soledad (al menos de momentos de soledad, o lo que es lo mismo: de intimidad), e incluso hay atributos del ser humano que solo pueden expresarse en soledad, de ahí la enorme complejidad de rodea esta emoción humana y lo arduo que resulta hacer compatible en sus justos términos nuestra innata necesidad de socialización con la energía creativa que solo puede generarse en entornos aislados. Como el propio autor afirma en otro de los capítulos:

«No podríamos haber llegado a ser tan complejos, no podríamos haber llegado alguna vez a alumbrar ideas propias, si hubiéramos estado siempre expuestos a los ojos de nuestros semejantes.»

También en este sentido, me apetece destacar otra de las frases del libro que, aunque sucinta en extremo, pone bastante luz sobre el misterio de la soledad, o sobre por qué no todos percibimos la soledad de la misma manera ni nos afecta de igual forma.

«Estar solo no quiere decir estar físicamente lejos de las personas, sino haber perdido la capacidad de vivir el contacto con el Otro como una experiencia.»

Quizá la solución al enigma venga implícita ―y esto ya es cosa mía, no de Gómez Bárcena― en el primer párrafo de este torpe comentario, que no reseña: para las personas inteligentes, la soledad es un acicate, un estado imprescindible para crear, para inventar, para desarrollar las ideas, mientras que para las personas digamos menos inteligentes la soledad puede llegar a ser una puerta a la alienación, implicar un alejamiento de las coordenadas de lucidez recomendables y una tentación para arrojarse al desvarío. Quién sabe. Tal vez no lo sepamos nunca. O puede que cada lector tenga su propia respuesta. Lo único seguro es que Mapa de soledades es un magnífico ensayo que se lee con verdadero placer (tanto estético como intelectual), en especial para los solitarios empedernidos como yo, y que viene a confirmar a Juan Gómez Bárcena como uno de los grandes de la literatura española contemporánea en cualquiera de sus géneros.