Sexo, la represión reprimida

Por Israel Sánchez

 

Afortunadamente, estamos ya lejos de la época de la represión sexual. Tenemos claro por fin que el sexo es sano física y emocionalmente, y que debemos practicarlo con regularidad y disfrutar de los variados y creativos placeres que nos brinda. ¡Menudo desahogo! ¡Y pensar que en otros tiempos la sexualidad fue inaccesible, frustrante, pobre, humillante, furtiva, narcisista…!

Estamos en un nuevo periodo. El discurso sobre el sexo ya no es el de la liberación, sino el liberado. Se habla de sexo como de cocina de diseño, no orientando para alcanzar el modo de llegar a alimentarse, sino el de extraer nuevas experiencias a tantas otras como ya llevamos, a tantos ingredientes como manejamos con dedos expertos. Aquellos a los que aún no les encajan perfectamente todas las piezas sólo tienen que acudir a cualquiera de estos discursos; no les faltará dónde. El País de este sábado, sin ir más lejos, dedica su suplemento de moda al sexo.

Yo, YO, sin embargo, me muevo en un entorno pseudovirtual llamado “mi barrio”, cazurro y oscuro, al que esa liberación no ha logrado acceder, por más esfuerzos de divulgación que realizan diariamente sus postulados. Cada vez que los medios informativos me abren la ventana al exterior al que ellos tienen acceso, y me muestran ese mundo adulto y civilizado de sexualidad lúdica, alegre y variada, me avergüenzo del grupo humano del que formo parte y que sigue sin prestar oídos a propuestas tan necesarias. Y sé que a mi barrio El País llega, eh (lo he comprobado en los quioscos), y completo. Con todos sus suplementos. Pero, no sé por qué, no calan.

Aquí se vive una especie de degeneración de la represión tradicional, donde lo peor de lo clásico se mezcla con la corrupción de lo moderno, como si una mano de pintura dada sin ganas se hubiera abombado por todas partes dejando la sensación de que hace falta una limpieza más profunda y a conciencia aún que antes, porque el mal está aún más enterrado, seguro y sucio.

Aquí de sexo se sigue hablando, o demasiado bajo, especialmente si es verdad, o demasiado alto, sobre todo cuando es mentira. Las historias siguen siendo truculentas en vez de ejemplares, siempre con ganadores y perdedores, con agresores y agredidos, con pardillos y espabilados. Apenas se habla, en realidad, del sexo en sí mismo, sino siempre de que se ha tenido o no una relación sexual, respondiendo a la vieja imagen del polvo como gol, eterno conflicto entre un guardameta que protege su portería como forma de vida y un delantero cuya ejecución es indiferente porque, como nos enseñaba el héroe nacional Raúl González, lo importante es meterla, aunque sea con la puntita.

Aquí, de follar, lo que se dice de follar, nadie sabe nada, o por lo menos tienen muy poco que decir cuando se ponen; y cuanto más directo es el testimonio, más queda el desconocimiento en evidencia, fuera de cuatro mamarrachadas copiadas de una de las miles de películas pornográficas en las que se hace exactamente lo mismo, siempre fingiendo el entusiasmo y la sorpresa de la primera vez.

Aquí las mujeres se han liberado pero siguen calculando cuidadosamente la ropa que llevan y la calle por la que pasan, no vaya a ser que les caiga algo más que una impertinencia. Los hombres están satisfechos y liberados también, o eso dicen si se les pregunta, pero venden a su madre por una falda y la masturbación sigue siendo el sexo del pringao.

Aquí, en lo concerniente a su vida sexual, la gente no tiene algo que ocultar, sino todo que ocultar. Todos nos engañamos a todos, y tan engañados nos sentimos por todos como desengañados por el pobre sabor de nuestro engaño. La gran mayoría se reparten entre los que esperan que algún día algo cambie y los que se han cansado de esperar o no han resistido el dolor de hacerlo.

Sin embargo, aquí nadie piensa que haya problema alguno, y si se les dice que alguien no parece muy contento se apiadan, se ponen como ejemplo, y dan infalibles consejos de cómo volver a esa normalidad deseable del que ha escapado quien se queja, sobre todo en el acto de quejarse. Aquí todo el mundo conoce a alguien que sabe de alguien que escribe en el suplemento de El País, y que es la prueba viviente de que las cosas en el mundo exterior transcurren como se explica en sus páginas. Aquí cada uno vive circunstancias personales que lo convierten en la única excepción justificada a la encarnación de esos artículos, y cualquier otra excepción, que por supuesto no existe, sería estricta responsable de su propio fracaso.

En mi barrio vivimos en una burbuja de tiempo sexual contaminada de mal digerida modernidad. Somos, me temo, la vergüenza de los barrios, y la razón para nuestro aislamiento puede ser, no digo que no, que los demás nos detecten en cuanto ponemos un pie en el suyo. Recientemente me he percatado de que es así como lo percibimos cada uno, y creo que eso nos está volviendo aún más endogámicos, retraídos y mezquinos.

Tanto he contado, ahora lo comprendo, que no puedo ya confesar en qué barrio vivo. Pero me temo mucho que será fácil deducirlo porque se tratará, claro, del de cualquiera que se identifique, en el fondito de su armario, con lo que aquí se ha dicho.

 

 

 

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