Bocatería El Mordisco

 

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Por  Ramón J. Soria Breña

 

El gran chef X quemó sus naves, cerró su famoso restaurante, tiró las estrellas Michelin por la ventana, se despidió de la imaginación, la fabulación, la originalidad y la farsa de la cocina sublime, malvendió su precioso duplex hipotecado y se cambió el nombre como si fuera un proscrito. Ahora cocina en una vieja furgoneta bocadillos, en un polígono de una ciudad dormitorio del sur, en la periferia de las afueras del extrarradio. Sus clientes trabajan en algún lugar de ese laberinto de naves industriales y almacenes de mercaderes chinos con las que se llenó el páramo. Ellos, sus clientes, jamás pisaron otro territorio que el de los restaurantes de menú del día con olor a fritanga de aceite de camión sin reciclar, pero hasta esos antros hoy les perecen un lujo del pasado con esos sueldos de submileurismo que se gasta el mercado laboral, adios gracias y suerte que tienen un curro.

 

Vamos al lugar casi disfrazados, avisados por el primo de un amigo de un vecino, no es broma. Nos lo contó como si fuera una rareza sospechosa o casi un comportamiento delictivo: No te lo vas a creer pero X, el mejor cocinero español de la década de los noventa vende bocatas a los obreros en una furgoneta. Llegamos al polígono, encontramos la furgo, nos ponemos en la cola, miramos el menú anodino de bocatas que luce un folio mal pegado con celo en un costado del vehículo. Calamares, jamón, tortilla de patata, hamburguesa, queso con pimientos fritos, así todo. Para beber hay dos opciones, agua, lata de cerve marca nisu o minibrik de vino de una bodega que no me suena. Hace cola la Babel suburbial casi al completo, chinos, peruanos, magrebies, rumanos pelopaja, viejos obreros hispanos del siglo veinte que aún siguen trabajando en algún taller ignoto y nosotros, claro, que podríamos pasar por esos nietos de la emigración que estudiaron un master y ahora curran de reponedores en una gran superficie o descargando camiones o repartiendo publicidad de buzoneo o se han exiliado lejos de este país que no les quiere. Mi acompañante pide el bocata de tortilla y medio de queso con pimientos, yo la hamburguesa. Uno la cerve y otro el vino infame. Cuatro euros por barba. Comemos de pie, como todos, con hambre, pero alrededor hay risas y bromas, conversaciones de futbol y chistes porno-naif con varios acentos.

 

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Al primer mordisco me doy cuenta y mi compañera también, nos miramos en silencio, sorprendidos, admirados. La tortilla exquisita, con finos tropezones de jamón patanegra y trigueros amargos, el de queso con pimientos potente y sabroso, ella detecta la mezcla de un Afuega´l Pitu y un brie francés artesano. Mi hamburguesa soberbia, carne de solomillo de añojo de primera mezclada con algo de tocino ibérico y un punto picante de pimienta de Sicuani. El pan con ese punto ácido de las masas artesanas, todo un lujo. La cerveza esta turbia, sin pasteurizar, exquisita, el vino es un Ribera Reserva ma-ra-vi-llo-so. ¿Cuatro euros?. Sus clientes no saben lo que están devorando, sencillas maravillas disfrazadas de bocatas de crisis. Por un momento tengo la tentación de presentarme, indagar, admirar. Mi compañera me detiene. ¿Para qué? X ha querido estar aquí, no ser nadie, dar de comer a estos hombres golosinas exquisitas cocinadas con materia prima de primera, ¿quién eres tú para romper su misterio?, ¡déjalo estar!.

 

Y así lo dejo. Nos alejamos. Sus clientes se van felices y con el hambre silenciada a sus laboros. Yo sólo escribo que hay por ahí, en un polígono de tantos, un cocinero que tuvo tres estrellas michelín haciendo bocadillos en una furgoneta. Hoy he descubierto que un grandísimo cocinero sabrá hacer con igual arte el puturú más complicado y el más sencillo bocata de tortilla. Me dan ganas de gritar quién es X y dónde está, pero no lo hago, él no querría. Genio y figura.

 

 

 

 

 

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