EL PARAÍSO TIENE NOMBRE

Rafael Caunedo

Por Rafael Caunedo

 

Compraron una casa en un pueblo destinado a desaparecer por huída de los jóvenes y fallecimiento de los viejos. Está en un valle de acceso complicado al que se accede por una carreterita que, al llegar, ya sólo es camino rural. Buscaban evadirse de la ciudad los fines de semana y alejarse de la universidad donde ambos imparten clase.

Es una casa de piedra, grande y firme como las de antes, en la que ventanas y puertas no habían soportado la falta de atención y donde las zarzas habían ya empezado a colonizar el interior.

La reforma fue integral. Tiraron todo abajo menos las cuatro paredes de la fachada, manteniendo el espíritu del pueblo. Después, aconsejados por el arquitecto, aprobaron el proyecto que les dejó la casa a su gusto; diáfana, sin apenas tabiques y con predominio de la madera. Con el paso del tiempo, iban decorándola con calma, sin precipitarse, sin volverse locos. Gradualmente, cada fin de semana, la casa iba adquiriendo el sentido por el que fue comprada, que básicamente consistía en hacer que se olvidaran de todo durante el tiempo que estuvieran allí.

Con casi un año de disfrute, el espacio ya tenía la personalidad de sus propietarios. Estaban encantados. Cuando salían a pasear, apenas se encontraban con los tres o cuatro vecinos que aún quedaban.

Un día, ella pensó que, una vez acomodado y decorado el interior, sería bueno adecentar el exterior, ya que el abandono del lugar hacía que el pueblo pareciera triste y decrépito. Como no había aceras ni calzadas en las calles, se entretuvieron en limpiar de zarzas las fachadas colindantes, abandonadas como estuvo la suya, y colocar algunas macetas grandes de pizarra que él, mañoso y dado al bricolage, había ido fabricando. Rastrillaban cada cierto tiempo con el fin de conseguir que las malas hierbas no decidieran revivir. Ya puestos, y teniendo en cuenta la falta de iluminación, a ella se le ocurrió colocar un gran farol adquirido en un anticuario de Gijón. Un buzón de forja, que jamás contuvo carta alguna, pasó a adornar la piedra. Las ventanas, pequeñas pero numerosas, dejaban hueco para que flores de colores colgaran con alegría.

No conformes con arreglar “su trozo de calle”, pensaron que toda ella al completo, corta como el mismo pueblo, merecería también su mimo y atención. Y así aprovecharon las vacaciones de verano para adecentarla con más macetones y con alguna escultura de mediano formato que él se entretenía en diseñar.

Un día, alguien llamó a su puerta. Era una pareja que estaba de excursión por la zona. “Pasábamos por aquí y nos encanta esta aldea. ¿No sabrán si se vende algo?” Tres meses después, tenían nuevos vecinos.

No tardaron en llegar otros. Unos amigos de Bilbao, invitados durante un fin de semana, que quedaron prendados del lugar, tanto que también compraron y rehabilitaron una casa en ruinas. Pormenorizar una por una todas las incorporaciones sería absurdo.

Sin ayuntamiento, sin alcalde, sin concejales… sin política ni burocracia…, sin nada más que el amor al lugar donde esperaban jubilarse algún día, habían atraído a otras personas que, cómplices, se implicaron en el arreglo y conservación voluntaria de aquel poblacho.

Hoy es uno de los pueblos más bellos de la zona. Siguen sin necesitar asfalto, ni papeleras, ni bancos, ni cabinas, ni aceras, ni semáforos…, ni gente. El temor que ahora tienen es que se presente un avispado y monte un restaurante o un hotel o una tienda de botijos. Por eso, en deferencia a ellos, permitirme que me ahorre confesar el nombre del paraíso.

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