Sobre camas y corazones destendidos

Por Bibiana Faulkner

 

Nunca he sido lo suficientemente justa con las personas que me han amado y aún sin serlo he recibido las palabras más hermosas de amor muchas veces sin merecerlas.

Buscaba ser fuerte, altiva, pasional, y todo lo que buscaba era lo que apenas por momentos pude ser. El pasado es una manta en blanco con infinidad de historias dentro de una sola, son muchos besos de muchas bocas en un solo cuerpo, es una botella vacía con los vinos más exquisitos y el licor más barato. Entonces a veces nos da miedo la propia sombra y la revivimos cuando despertamos recuerdos que por conveniencia manteníamos pasivos, sedados, y no está mal mientras mantengamos la fortaleza para enfrentarlos. De esta manera continúa la historia, la histeria.

Quisiera tener las cartas que di algún día, para recordar por qué dejé ir, para recordar por qué me dejó ir, para recordar por qué nos dejamos. Después no parece ser tan buena idea, y cedo sin saber bien por qué.

A veces sabía muy poco de él, de ella, de ti; también tuve mucho miedo de equivocarme, es más, hasta ahora lo tengo, siempre pensando en cómo comenzar, qué decir y qué omitir, cómo explicarlo, qué jamás mencionar, todo para no equivocarme. Nunca supe si me pensaban con la misma fuerza que yo lo hacía, con la fuerza de un desastre natural capaz de causarlo.

Entonces la bitácora de aquellas noches, porque en mi cama también se destendía el corazón:

Desgarrándote desesperadamente la piel, te buscaba justo en ese lugar donde abunda el deseo y el éxtasis revienta en los cuerpos desnudos.
Corría para elevarme hasta no sé dónde y entonces regalarte un pasaporte al cielo para susurrarte quedamente al oído que leyeras con atención la agresiva danza de mis labios sobre tu lengua.
La lengua. Tu lengua y mi lengua.

Espasmos.

Descubría en aquél momento un amorío con las palmas de tus manos, con tu vientre, tu garganta; temblabas.

Me hablabas, me gritabas y te deslizabas hasta mí; gemías.

Jurando siempre romper con el insomnio y asesinar a cada noche que se revelara buscando más formas de matar aquél teatro de ironía.

 

Después regresar con más fuerza que la primera vez a aquél cuerpo que se había quedado en la antesala de mi memoria. Y ser injusta. Y recibir las palabras más sublimes de amor sin merecerlas: «Tal vez un día te pida que dejes todo para estar a mi lado, tal vez nunca me arriesgue a tanto, tal vez un día nuestros tiempos coincidan, tal vez para toda la vida se archive y jamás suceda algo». Se acababan las veladas sin importar haber dejado en besos más que nuestros nombres, sin importar quedarnos en las manos del otro, en la cara, en la voz, sin importar el exilio prematuro del pecho, de la sangre, de la piel. Así me llevaba toda una noche inventar una forma poética de llorar; me quedaba sola, tirada boca arriba, desnuda, contando las cicatrices de mi cuerpo y hablando entre sollozos del sabor exquisito del coñac y del poema de amor que nunca escribí. Ahí tirada me preguntaba cómo es que habían pasado por mi cama y mi cocina tantos cuerpos y cómo es que había en mis almohadas tanta sal.

 

 

Sin Embargo

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