Noviembre
Por Guillermo Sierra
Alfredo Baeza murió en un columpio, balanceando su estirado cuerpo sobre el escenario del Teatro Real de Madrid, en el año 2001. Alfredo salió de una infancia en un nido humilde, pero con una pulsión fuerte. Entiendo pulsión como algo latente, rojo y caliente que nos impulsa a hacer cosas susceptibles de arrepentirnos, o bien -y generalmente también- de ser recordadas. La pulsión hace algo como brop brop y empuja el esternón arriba a saltos bajitos pero con ritmo. Brop brop bropbropborp. Y remueve los fluidos internos, y da un repelús semejante al que produce ver latir un corazón desde una pantalla, o en directo -para quien haya tenido la suerte de ver eso-. Esa misma sensación que produce ver nacer a un bebé, o a un perrito, mezclada con la que produce ver morir a un sujeto similar. A mí me recuerda a la columna vertebral que recubre a la médula espinal, que es rígida pero frágil. A todas esas cosas y a algunas más me recuerda la palabra pulsión, y a todas esas cosas y algunas más me recuerdan Alfredo Baeza y todos aquellos que se joden y nos joden y desasosiegan la plácida noche de martes a los que como yo, éramos indolentes seres que comían, follaban y cagaban sin el estómago apretado, como lo tengo yo ahora.
De ese modo, Alfredo nació, con pulsión roja de sangre, no de política -necesariamente-. Nació como hemos dicho en Lorca, en un nido humilde y correcto, y marchó a Madrid a hacer teatro. Como el que marcha a pintar cuadros, como Goya, o a escribir, como Baroja. Madrid es así. A este último le preguntaron una vez qué hacer para ser escritor, y respondió “vágase usted a Madrid y póngase a la cola”. Sigo sin saber por qué, pero Madrid incita a pulsiones.
Alfredo ingresó en la escuela de teatro y en no mucho tiempo la dejó. algo hastiado. Alegó que el teatro constituía para él, fundamentalmente, una forma de comunicación. Comunicación. Coño, joder, comunicación. Por si no lo saben, la comunicación es imposible entre nosotros, personitas. Es evidente si se medita durante tres segundos. Así, para Alfredo hacer teatro como él lo hacía era una forma de intentar forjar comunicación entre humanos, una forma de intentar entablar diálogo real y de transmitir cosas. Fundó un grupo de teatro independiente; Noviembre. Constituyeron una revolución cultural para minorías que lo entendieron, y un incordio para el resto. Quizá también un divertimento sencillo para algunos otros. Operaron siempre en el límite de la legalidad, y algunas veces hicieron alguna cosa molesta. Pero la mayoría, no. Fueron penados sin actuar en la vía pública, y eso dio paso a su última función, que fue en el Teatro Real, subido en aquel columpio. Su último gesto; sacar una pistola de plástico que disparó una flor y un contrapunto consistente en una bala de un guardia de seguridad, que le quitó la vida y cualquier posibilidad de hacer nada más. Cualquier posibilidad de volver a ver a su hermano Alejandro, al que adoraba. O a su niña Ana, o a su mujer Lucía. Cualquier posibilidad de intentar hacer que las personas se comunicasen de una vez, que fue lo que intentó siempre, desde su obcecada madurez y su infantil idealismo. Tenía el gesto turbio, inocente y peligroso de aquellos que mueren por una idea, y no por una persona, y dejan la vida y el arte abiertos de par en par, como quien raja una caja torácica y separa las tapas. Sangran, duelen, les cae polvo dentro y se sienten más. Es necio y ridículo morir por una idea, o así lo veo yo hoy, pero sobre todo lo veo loable, aunque nunca bello.
Este texto ha sido motivado por la película “Noviembre”, de Achero Mañas, y que recrea la movida vida del grupo de teatro independiente Noviembre, y en particular del pobre y genio Alfredo Baeza. Mis más sinceros respetos y admiraciones a todos los que la hicieron real