«The Equalizer 2»: territorio Denzel
Desde que en 2001 dirigiera «Training Day (Día de entrenamiento»), la carrera de Antoine Fuqua parece haberse quedado estancada en aquel magistral título (y no es mala cima, si es que ya no hay más). Todo cuanto ha venido después, quitando algunos trabajos de cierto interés como «Shooter: el tirador» o «Los amos de Brooklyn», apenas aporta algo de ese gran cine que le llevó a la fama. Y en su remake de «Los Siete Magníficos» dio pruebas de que sin guión, Fuqua no es un director tan potente, al extremo de que en su disparatadamente dilatado final, esa batalla sin fin, más parecían 700 que 7 los magníficos, y hasta en donde se supone que mejor se maneja, que es en las secuencias de acción, sólo logró elevar los desmanes de su confusión.
Pero un par de años antes, un proyecto sin demasiadas aspiraciones (la puesta al día de una antigua serie inglesa), se llevó mucho más de lo esperado en taquilla, «The Equalizer», donde un extraño y solitario personaje, en apariencia un hombre común, resultaba ser un asesino profesional, trauma incluido, que se enfrentaba (y aniquilaba) a media mafia rusa en su intento por sacar de sus abyectas redes de prostitución a una menor de edad. Y para darle pátina de profundidad, los libros adquirían un significado revelador, como espejos del alma de su protagonista, títulos como «El viejo y el mar» o «Don Quijote de la Mancha».
Precisamente las andanzas del caballero manchego son el referente más claro en esta secuela que ahora se estrena. Montado en un corcel moderno, ejerciendo de chófer de un coche de alquiler lo que le permite escuchar y hasta vivir las historias a la búsqueda de entuertos que arreglar, Robert McCall está de regreso en las pantallas. Y no hay problema al que no ponga remedio de modos que van desde la violencia desmedida hasta el afecto más sensiblero. No existe un hilo argumental, lo que se cuenta es secundario, los clichés son una plaga y el hastío se torna una amenaza mucho más inquietante que todas las que se nos presentan.
Pero el protagonista es Denzel Washington. Y al igual que en la primera parte, Faqua, quitando algunos apuntes de un estilo que no termina de germinar, deja toda la película en la siempre impresionante presencia del genial actor. Esto no es ni secuela. Es un monólogo de Washington, un alarde de talento para levantar un personaje de la nada, un recital descarnado en una historia sin alma, desde su histrionismo más desbocado hasta la locuacidad de sus silencios. Cada vez que desaparece de escena, hay que reordenar a toda prisa los elementos y recordar quiénes son todos esos que deambulan por las secuencias, y al igual que el obsesivo y peculiar uso que el protagonista le da a veces a su reloj, uno termina mirando el propio a la espera de que Washington regrese. Mucho más llevadera en toda su primera parte, la película, al igual que le ocurría a la estampida final de los magníficos, hace del duelo final una pieza tan larga que casi se diría un aparte.
Una serie de breves epílogos abrirán la puerta de salida de esta película, para concluir, eso sí, en lo que nos ha mantenido pegados a la butaca: en los ojos de Washington, ojos hechos de cine, y en su mirada siempre poblada de secretos, y su enigmática figura, de la que la cámara se aleja como haciendo un reverencia.
Nada que no se merezca este interprete excepcional, que pone alma hasta al más burdo de los artificios.
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