Festival de cine de San Sebastián. Día 4

Bajé en bus urbano, pese a no llover, cómodamente sentado y disfrutando del paisaje de la ciudad (el itinerario es más largo pero el autobús corre más que yo y mi bici) y de la excelente red de transportes de San Sebastián. Llegué tan pronto al Victoria Eugenia que hasta me permití un desayuno rápido de zumo de naranja, cruasán y café con leche en una tasca que conozco de otras ediciones del festival.

El otro rebaño, título apropiado donde los haya, es una coproducción entre Irlanda, Bélgica y Polonia dirigida por la realizadora polaca Magorzata Szumowska. El rebaño es una secta, formada únicamente por mujeres, por exigencia de su pastor, un clon de Jesucristo. El rebaño, que vive de otro rebaño, de ovejas lanudas, está perfectamente estratificado. Las esposas, el harén del pastor, visten de un color; las hijas, las que todavía no han pasado por su lecho para recibir su gracia, de otro. La directora polaca disecciona a la perfección el día a día de esta secta que vive en un paraje boscoso, alejado del mundo impuro, y asiste, cercado por un entramado textil que hace referencia a una tela de araña, a los sermones de su gurú indiscutible. Una de las nuevas acólitas, le sale díscola al pastor, y ahí estalla el conflicto, al final de la película. La cinta tiene momentos inquietantes, está rodada en paisajes telúricos y sobrecogedores y coquetea abiertamente con el género de terror utilizando todos sus trucos. Toda religión es una secta, pues exige una obediencia debida a su pastor, llámese Papa de Roma o Imán de Bagdag. Y rebaños haylos hasta fuera de las religiones, la cuestión es ser siempre oveja negra. Lo mejor ese lenguaje ambiguo que utiliza el pastor, totalmente religioso (haré que la gracia entre en ti) para designar su apetencia carnal y el comportamiento alucinado de las acólitas, drogadas sin que medien estupefacientes. Ese Cristo impostado, que combina dulzura y violencia en su relación con sus esposas, bien podría estar inspirado en la figura de Charles Manson. La película se deja ver, con algún momento aburrido, pero no me entusiasma y desde luego no figura entre mis favoritas al premio de la sección oficial.

Repongo fuerzas de nuevo en Barlovento. La pantxineta, ese pastel de almendra y crema, me tiene el corazón robado. Y café. Podría haberme ahorrado el café por lo que viene a continuación. Me compró nuevas gafas de presbicia  en una farmacia. Hagan apuestas de lo que me durarán. Si aguantan el festival me doy por satisfecho.

Me temo lo peor en el siguiente pase de prensa de otra participación argentina a la Sección Oficial, y que no se me enfaden los muchos y buenos amigos que tengo allá. Quizá el hado me castigue hoy por haber dejado la bici. La joya responde al magnífico título de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos que hace remover a Cesare Pavese en su tumba. La película hace que sea muy buena los giles de Ricardo Darín. El chileno José Luis Torres Leiva nos ofrece en su decimosexto largometraje un manual exhaustivo de cómo aburrir al público. Maldito café que no me deja dormitar un poco. La película es, pretendidamente, una historia de amor lésbica entre dos mujeres que parecen clonadas, aunque una pueda ser la madre de la otra. La mayor es enfermera y la otra, enferma terminal. Hay dos incursiones amazónicas que despistan al personal. En una se sugiere que la moribunda era una niña lobo que sobrevivió en la selva gracias al cuidado de un dogo argentino, el que mejor está de la función. Concha de plata para él. La otra aventura amazónica es una escena de sexo entre hombres que uno sospecha descarte de un film anterior. La continuidad en el montaje de la que hablaba ayer James Franco al carajo. El resto es una sucesión de escenas en donde no pasa nada y las protagonistas, en primerísimo plano, dicen frases muy trascendentes que me repatean el hígado. Hubo deserciones, pero no masivas, como se merecía semejante cúmulo de despropósitos. Si hay que dar un premio a la peor película del festival, esta es una firme candidata.

Para paliar el día infausto me voy a Okendo, el restaurante de las estrellas. Tengo como mantel una imagen de Eduard Fernández. Pregunto por la de Eva Green. Se las llevaron sus fans. Si en Okendo se come mal, me bajo del mundo. No. Se come muy bien. Un buen salmorejo. Un buen gallo. Vino a discreción. Y arroz con leche que no es el de Meli, pero es lo que hay. Está tan lleno Okendo que me piden permiso para sentarme a una catalana en mi mesa. Yo no ejerzo de tal en Donostia, si acaso, de aranés. Le gusta a la moza el vino Gran Feudo que le ponen con su menú porque suca pa en la copa, algo que mis ojos no habían visto. Es una expresión muy catalana. Pero ella lo hace realmente. Digresiones que uno hace para sacarse de la cabeza la pesadilla argentina. Mientras me llega el café solo y la cuenta, que siempre es lo que más tarda, sigo pimplando vino de Rueda. Los blancos entran bien. El restaurante está al borde del colapso y las camareras enloquecen porque no dan abasto con tanta gente. Me recuerda a El guateque de Blake Edwards. No quiero abrir la puerta de la cocina, por si acaso llueven cuchillos. El café es tan bueno como el de mi amigo Martín Inurritegui.

Llámenme suicida o masoquista (la realidad es que tenía un hueco y podía optar por ver una película o ir a hacer la siesta en el muro del espolón en plan Snoopy) pero subí al K2 a ver otro film argentino, y a verlo con todo detalle desde la fila 1 porque no había otra. Me conmovió ver a la jovencísima y novel directora Ana García Blaya llorar en el escenario por estar en el festival de San Sebastián con su ópera prima Las buenas intenciones. Un sueño para ella y su equipo que justifica el bloqueo emocional que sufrió: no le salían las palabras entre hipidos constantes y hoy era un día grande para ella. La película la dedica a sus padres, que ya no están, y uno supone que es autobiográfica y ella es Amanda en su ficción, una niña coraje. Problemática de padres separados cuando la madre debe emigrar de Buenos Aires a Asunción, la capital de Paraguay, para ganarse la vida y tira de los hijos, y un padre anárquico y encantador, todo bohemia y bonhomía, que traga el sapo de perder de vista a su prole y asume esa ausencia con valor porque es lo que les beneficia. Podría ser un melodrama empalagoso, pero esa directora que lloró a moco tendido en el escenario del Kursaal (me entero tarde de la doble A) no imposta ni su llanto ni ese film tierno y sincero que ha parido y merece irse de Donostia con algún premio bajo el brazo. Montaje dinámico, en el que se alterna vídeo doméstico, música, interpretaciones desenfadadas y pura vida bajo el celuloide para esta tierna historia de padres que no quieren perder el roce de la piel de sus hijos. Emotiva sin llegar a lo sentimentaloide.

No había dicho que me dopo, cada vez que paso por delante de una frutería del Bulevar, que hace el agosto a finales de septiembre, de zumos naturales de melocotón y naranja. Otros años eran de mango. Tampoco he dicho que estas crónicas urgentes las escribo con el móvil, aprovechando el tiempo que uno hace cola para acceder a las proyecciones.

El día acaba bien con la aportación canadiense en el cine Principal. La cinematografía de ese país norteamericano tiene solidez y hondura. Guarda uno muy buenos recuerdos de Denis Arcand, Xavier Dolan o Denis Villenueve. Y llovieron pájaros, de Louise Archambault  (título que tiene que ver con lo que les ocurre a las aves durante los incendios forestales,  que se precipitan al suelo por falta de oxígeno y el calor de las llamas), adaptación de la novela de Jocelyne Saucier, habla de tres pájaros solitarios, tres supervivientes de un devastador incendio que asoló los bosque canadienses, que habitan en cabañas perdidas alrededor de un lago, aislados del mundo pero sin gurús. La muerte de uno de ellos, el pintor Boychuck, que documenta en los cuadros que pinta el incendió que vivió, dará pie a que una fotógrafa, obsesionada con esos  incendios, y una octogenaria, encerrada en un hospital psiquiátrico, visiten a los dos sobrevivientes. Película exquisita, rodada casi toda ella en exteriores, que, a través de sus singulares personajes, nos adentra en los vericuetos de la vida y la muerte. Como la norteamericana La decisión,  la aportación canadiense a la Sección Oficial habla del bien morir y de que no hay límites al amor ni edad (exquisita esa escena de sexo entre octogenarios, muy sorprendente por poco vista, en la que la cámara se recrea en sus cuerpos marchitos en donde aún quedan rescoldos de pasión). La quiniela se amplia.

 

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