La geometría del trigo, de Alberto Conejero. Paisajes del alma

Un escenario parco. Los personajes sentados en bancos enfrentados, metáfora de las actuales ideologías y de los mundos disímiles que condicionan la vida de los personajes. Un maping de gran tamaño y una rueda de carro. Este es el paisaje donde se va a desarrollar la geometría de pasiones. El drama familiar del amor oscuro lorquiano, ambientado entre olivares y minas de plomo. La Geometría del Trigo nos habla de tabúes arcanos, de amores prohibidos, del humano sufrimiento frente a la externa presión y los usos sociales. El autor desgrana una prosa tan acompasada como el desarrollo del pathos. Huye de la estridencia con firme pulso, esquivando la tentación del efectismo, jugando con el eufemismo conceptual y con la elipsis. El tema central; la relación entre Antonio y Samuel; es apenas insinuada.

Se pasa de puntillas por las zonas desapacibles, para construir la historia en modo fluido, con viveza en las escenas y algún instante con el ritmo excesivamente dubitativo. El juego con los focos es acertado, convirtiendo a veces a los personajes en sombras que navegan a contraluz o en estatuas latentes. En espectros del pasado o del futuro. Los olivares jiennenses ocultan una historia familiar. La tierra de la mina oculta los sentimientos soterrados y las verdades ocultas. Una pasión incomprendida en el ámbito rural.  Alberto Conejero ha diseñado una tenue, pero sólida, tela de araña familiar en la que los diversos actuantes van entrelazando sentimientos, dudas, pasiones y silencios. Sobre todo silencios. Samuel (José Troncoso) vuelve de París con la excusa de comprar un viejo molino para reconstruirlo. Pero además porta las maletas de una difícil relación. Una relación inconcreta; apenas atisbada;  que descubre la esposa (Zaira Montes) durante la anagnórisis en la verbena. Quizás hubiera hecho falta algo más de información sobre la peripecia vital de los amantes en medio de aquella sociedad contumaz  durante tantos años. O quizás no. Tal vez la información que Samuel da al hijo (José Bustos), es todo lo que necesitamos saber. Que amó mucho e intensamente y que fue amado. Y que; a su vez; amó a su hijo cada día de su existencia.

Los diálogos misturan los instantes coloquiales; incluso frases en catalán de Laia (Eva Rufo); que quizás hubieran necesitado una traducción proyectada en el maping; con reflexiones de profundo calado filosófico. No exentas de un melancólico lirismo.

El simbólico muro quebrantado, que diseña Alessio Meloni, juega un rol fundamental para las imágenes de Bruno Praena. Simboliza la permanencia de las cosas y los recuerdos como nexo común de los personajes. Estos se mueven sobre la ocredad del albero. Sobre secarrales, cuya paleta de ocres doloridos, juega con una iluminación intensa, sobria y expresiva de David Picazo, que transmite las tonalidades del sol. La tela de araña familiar encuentra su catarsis en una especie de Macguffin, que une a lo largo de las décadas a los personajes. El viejo molino que fue el sueño del padre y ahora servirá para retomar la relación con su esposa y encontrar un sueño común en un eterno retorno. La música cumple su función de acompañar levemente los instantes, con hermosos acordes en el teclado que reflejan los naufragios espirituales del texto. Algunos son de una contundencia humana tremenda “Cuando nazca nuestro hijo le pondré un nombre que te haga olvidarme”.  “No quiero seguir con alguien que cada día está más triste, más lejos de mí”. Los diálogos poseen una suerte de musicalidad que los intérpretes extraen con la medida justa, con el tempo adecuado. Con el eco preciso para situar al espectador en medio de ese irreal  y sutil albero. Para trascenderlo. Para comunicar una tragedia universal, mediante la contención de la puesta en escena y una pulcra arquitectura teatral.

Un aroma lorquiano fluye; sin agobiar; entre esos olivares de antaño. Desde las raíces que nunca se pierden, desde al amor oscuro que ha de ocultarse. La propuesta de Centro Dramático Nacional es pulcra y esta cuidada con mimo. El verso de Antonio Lucas que da título a la obra, traslada a otras generaciones, otras raíces. Otros silencios. El drama que se desarrolla en el rectangular albero es universal y al mismo tiempo intimista, el juego de transiciones y cambios de escena es fluido y en crescendo. Jugando con esos bancos atemporales, donde pueden convivir generaciones, vidas y muertes, existencias y palabras.

Los personajes, transfigurados por el vestuario de Miguel Ángel Millán, devienen símbolos humanos. Como Emilia (Consuelo Trujillo) es la España tácita, la que mira pero no ve. La que ve, pero guarda silencio. La matriarca que dosifica sapiencia como La Vieja Pagana lorquiana. Como Samuel, la esperanza y la resignación en una interpretación conmovedora. El sol abrasador, los fulgurantes olivos, la tierra seca, dura. La España rural en transición, la rutina del amor marchito, los guiños temporales. La siesta. Las heridas de cal en las paredes. Amor y pérdida. Amor y reencuentro. Tránsito y retorno. La geometría del trigo deviene una de las mejores propuestas del panorama teatral actual. Un recuerdo de juventud que, en la pluma y la dirección de Alberto Conejero, se convierte en un retrato humano sensible y profundo. Una historia que se teje como un tapiz de intensa textura sobre la búsqueda de la identidad. Sobre la vuelta a los orígenes y los gestos furtivos. Sobre los secretos que duermen en el desván del  alma y no quieren ser revelados. Un hermoso y melancólico lienzo, pintado en tempo de adagio. El trabajo actoral es notable y agradecido. Desde los leves matices, dibujados con morosidad por Zaira montes y su voz acongojada, hasta la evolución del personaje de Samuel (José Troncoso), con ese sólido desgarro final. Desde la panoplia de matices que despliega Juan Vinuesa (Antonio), para un personaje que mora en el laberinto de la mentira, hasta la mujer de pueblo que quiere dejar las “cosas como están” dibujada por una enorme Consuelo Trujillo (Emilia) ¡Chapeau!

“Hay ciertas cosas que aún pueden perdonarse, porque todavía esa piel no es la nuestra y aunque se pudra los años la cubrirán, poco a poco, con otra más dura».

 

Dirección y dramaturgia: Alberto Conejero

Intérpretes: José Bustos, Zaira Montes, Eva Rufo, José Troncoso, Consuelo Trujillo y Elías González.

Compañía: Producción Teatro del Acantilado con la colaboración del Centro Dramático Nacional, la Estampida, Producciones Teatrales Contemporáneas, Padam Producciones y el apoyo del Ayuntamiento de Vilches y la Diputación de Jaén.

 

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.