Los renglones torcidos de Dios, de Oriol Paulo

Es muy posible, por el año en que se publicó el bestseller Los renglones torcidos de Dios de Torcuato Luca de Tena, que el autor español hubiera visto la excelente película de Samuel Fuller Corredor sin retorno, o que la hayan visto también Dennis Lehane, escritor de novela negra norteamericana autor de Shutter Island, y Martín Scorsese, que filmó su adaptación. El esquema argumental de estas historias (persona cuerda que se hace internar en un psiquiátrico para desentrañar un sucesos acaecido en él) es muy parecido, aunque en la película de Fuller todo resulta mucho más creíble y es más cine negro y no porque esté rodada en blanco y negro.

Alice Gould (una Bárbara Lennie de perfil bajo, hierática en exceso y elegante como siempre), una investigadora privada, consigue ser internada en un centro psiquiátrico regentado por el siniestro doctor Samuel Alvar (un desafortunado, y ya es difícil tratándose de él, Eduard Fernández), fingiendo sufrir una paranoia que la hace mentir de forma compulsiva, con el fin de investigar una oscura muerte acaecida años atrás en ese centro de reclusión. A medida que se suceden los días de internamiento, Alice comenzará a distorsionar la realidad y a enloquecer, a su pesar, de tal modo que le será muy difícil convencer al equipo médico que ha estado fingiendo todo el rato para conseguir la libertad.

Lo mejor de la película es lo bien que su director Oriol Paulo (Barcelona, 1975), director y guionista con un amplio bagaje cinematográfico sobre sus espaldas (Contratiempo, El cuerpo y Durante la tormenta) sabe captar el ambiente opresivo y siniestro de ese psiquiátrico, que corresponde a los de la era franquista de este país en los que un marido podía internar a su esposa, para desembarazarse de ella, alegando locura, y lo peor esos continuos giros de guión, cada vez más forzados, fieles a la novela adaptada, que hacen que el espectador pierda progresivamente interés por una historia que promete mucho al principio y decepciona según avanza porque todo, hasta la hipótesis más descabellada, es posible.

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