El dilema: tomar o no tomar leche

– Recién nacido (4 – 6 meses (PERIODO ÓPTIMO DE CONSUMO): Exclusivamente leche materna (preferentemente) o de fórmula para lactantes, a libre demanda o cada 3 horas.
– Bebés de 4 -5 meses: Leche materna ó 3 biberones de leche de fórmula para lactantes.
– Bebés de 6 meses: Leche materna ó 2 biberones de leche de fórmula de continuación.
– Bebés de 7 meses: Leche materna ó 2 biberones de leche de fórmula de continuación.
– Bebés de 8 meses: Leche materna ó 1 biberón de leche de fórmula de continuación. Bebés de 9 meses: Leche materna ó 1 biberón de leche de fórmula de continuación, además, 1 yogurt y/o rebanada de queso fresco.
– Bebés de 10 y 11 meses: Leche materna ó 1 biberón de leche de fórmula de continuación, además, 1 yogurt.
– Bebés de 12 meses: 1 vaso de leche de vaca entera con cereal. 1 derivado lácteo en la comida y 1 yogurt como merienda a media tarde.
– Niños 1 -3 años: 2 vasos de leche de vaca entera y 1 yogurt ó 35 g (rebanada gruesa) de queso fresco.
– Niños de 3 – 12 años: 2 vasos de leche entera de vaca, 10 g (1 cda) mantequilla, 1 yogurt, 1 rebanada gruesa de queso y algún otro derivado lácteo, en caso de que no se consuma alguna fruta.
– Adolescentes (12 – 19 años): Los requerimientos de calcio (ya sea como leche, queso, yogurt o cualquiera de sus derivados) son mucho más altos: 1.5 litros de leche diarios es lo ideal para llegar a viejo con niveles de calcio decentes. Es justamente en este periodo en el que se produce un alargamiento de los huesos largos de las extremidades y se produce la calcificación total de los huesos. La diáfisis se suelda con las dos epífisis.
– Adultos (19 – 65 años): Tres porciones de lácteos son, en teoría, suficientes para el mantenimiento de la salud y la prevención de las enfermedades crónicas, además de la osteoporosis.
– Adultos mayores (+de 65 años): 1-2 vasos de leche semidescremada o descremada, 1 yogurt y 2 rebanadas de queso.
En cuanto al tema de la intolerancia a la leche, conviene saber que la causa no sólo radica en la intolerancia a la lactosa, sino también a las proteínas y a algunas sustancias farmacológicas presentes en los lácteos.
La intolerancia a la lactosa de la leche se produce porque en el organismo humano hay ausencia o déficit de secreción de lactasa, que es la enzima encargada de digerir a la lactosa. Como consecuencia, el azúcar de la leche no se absorbe y se pueden originar diarreas, flatulencias y dolor abdominal.
Sin embargo, cabe mencionar que la lactasa es un enzima constitutiva, pero también inductiva. Es decir, el ser humano nace con ella, pero también puede inducir su producción cuando, en la edad adulta, sigue consumiendo leche de manera continua. En principio, la gente que padece intolerancia a la lactosa no debería consumir lácteos. Pero en la edad adulta, cuando se supone la producción de lactasa ha disminuido, para atenuar la intolerancia, en lugar de la leche se pueden tomar otros productos lácteos, como el queso, o los fermentados, como el yogur, que mejoran la mala absorción de la lactosa gracias a la acción de las bacterias Sthermophilus y Lactobasillus bulgaricus, las cuales producen lactasa.
La intolerancia a las proteínas de la leche es una reacción alérgica que afecta a la funcionalidad digestiva e intestinal. La leche de vaca contiene más de 25 proteínas diferentes (su fracción proteica es de 3.5%). Todas ellas son posibles alérgenos, pero las más sensibilizantes son las proteínas beta-lactoalbúmina y la caseína. Ante la presencia de alergia a la leche de vaca, es importante tener en cuenta que existen muchos otros productos en cuya elaboración se usa este alimento y que también hay que evitar: pastas, chocolates, helados.
La intolerancia a las sustancias farmacológicas presentes en los lácteos es una reacción derivada de algunos compuestos que forman parte del alimento o bien de sustancias externas que se le añadieron durante su producción. La dosis necesaria para desencadenar una respuesta es diferente en una misma persona y varía con el paso del tiempo.
Entre estas sustancias se encuentra la histadina (presente en el queso parmesano y roquefort). El cuadro alérgico es bastante inmediato y se caracteriza por picor ocular, disnea (dificultad para respirar o falta de aire) y diarrea, entre otros. La tiramina y la feniltelamina presentes en el queso gouda y otros quesos fermentados pueden producir crisis hipertensivas en pacientes que estén medicados con inhibidores de la enzima monoaminooxidasa, que es la encargada de catalizar la desaminación oxidativa de los neurotransmisores.
Es una realidad que existen grandes productores de leche que alimentan a sus vacas con semilla de algodón, gallinaza (excremento de aves), maíz y soya. De ahí que la leche que producen las rumiantes ya no contenga las sustancias naturales que originalmente provenían de la alfalfa y el pasto natural que comían. Y ni hablar del efecto que tiene la hormona de crecimiento bovino recombinante (HGBR) en los productos lácteos que llegan a nuestra mesa. Los productores de leche la suministran a las reses para incrementar en un 40 por ciento la producción del hato lechero.
Más que fijarse en los mitos inofensivos conviene, entonces, apuntar a las realidades no divulgadas sobre la producción de la leche y sus derivados. ¿Qué dicen los empresarios productores, qué dictan las organizaciones internacionales que deciden qué alimentos y cómo deben de producirse a nivel mundial? ¿Qué dice la ciencia de los alimentos? ¿Qué nos toca decir a los consumidores hoy? No lo dejemos al azar porque, en la salud, no hay tiempo para bromas.
MITOS Y REALIDADES SOBRE LA LECHE
Mito: La leche engorda.
Realidad: Si se consume de acuerdo a las ingestas recomendadas, no hay motivo para el aumento de peso.
Mito: La leche, a cierta edad, deja de ser benficiosa.
Realidad: La leche es beneficiosa en todas las etapas de la vida, ya que es un alimento muy bien equilibrado en cuanto a proporción de nutrientes.
Mito: La leche descremada se rebaja con agua.
Realidad: No. La leche solamente se somete a un proceso físico de centrifugado que sirve para separar la grasa y, en consecuencia también las vitaminas liposolubles: A, D y E, del producto. Todos los demás nutrientes permanecen en la leche.
Mito: La leche aumenta el colesterol.
Realidad: Existen ensayos clínicos muy bien documentados en los que se demuestra que no existe relación directa entre el consumo de lácteos y el aumento del colesterol. Si bien los lácteos tienen ácidos grasos saturados, éstos son de cadena corta, necesarios para el organismo y no tienen riesgos para generar enfermedades cardiovasculares. Además, su alto contenido en calcio es de interés para las personas con tendencia a la hipertensión.
Mito: Los lácteos protegen frente a ciertas patologías.
Realidad: Sí. Los lácteos (como el yogur) tienen péptidos, cuyo efecto es antihipertensivo. También tienen el ácido linoléico conjugado que tiene propiedades anticancerígenas.
Mito: La intolerancia a la lactosa no existe.
Realidad: Sí existe. En especial, después de la adolescencia, surge la dificultad para producir suficiente cantidad de lactasa. Esto se atenúa con el consumo de leches fermentadas, que producen lactasa. Este padecimiento tiene un origen genético: los asiáticos y africanos tienen menos tolerancia a la lactosa en comparación a los nórdicos o árabes.
Mito: La leche se corta al consumirla junto con otros alimentos.
Realidad: No. En realidad, la acidez de la leche, al llegar al estómago, es mucho menor que el Ph del estómago.
Mito: La leche es beneficiosa para la piel si se usa como emulsión.
Realidad: No existen estudios que lo comprueben.
Fuentes:
Fennema, Orwen R. “Introducción a la ciencia de los alimentos”. Volumen I. Editorial Reverté, S.A. Barcelona, 1982.
Cheftel, J.C; Cheftel, H; Besancon, P. “Introducción a la Ciencia y Tecnología de los Alimentos”. Editorial Acribia, S.A. Zaragosa, 1989.