Mentira, verdad y viceversa

Por Luis Borrás

 

img897Cada uno tenemos nuestras preferencias. Según vamos leyendo las vamos adquiriendo, completando como una interminable colección por fascículos. Uno se va haciendo viejo con la compañía de sus predilecciones y sin embargo –igual que para curar el nacionalismo paleto se aconseja viajar- recomiendo leer de todo; no cerrar ninguna puerta; no acomodarse para evitar convertirse en un lector monotemático que escucha siempre el mismo disco. Por poner un ejemplo machista –lo siento pero Benny Hill es el responsable de mi educación sentimental- el que uno sienta debilidad por las rubias no debe impedirle reconocer la belleza de una morena.

Todo este rollo viene a cuento de que Ignacio Ferrando tiene un estilo que no es mi preferido. Me da la sensación de que a él le va la música clásica y lo mío es el pop. Pero como no me gusta lo categórico ni los impermeables trataré de explicarme mejor. Ferrando no es un escritor fácil o de simple entretenimiento. No es de esos escritores para leer en el metro o en una bulliciosa cafetería mientras esperamos a la novia que siempre llega tarde. Ferrando requiere concentración, soledad y silencio pero eso no significa que sea aburrido o enrevesado. Ferrando es un escritor culto, pero no debemos asustarnos, lo suyo no es pedantería sino naturalidad sin avasallar. Es de ese tipo de cuentista ilustrado al estilo de Francisco López Serrano que tanto nos gustó en “Los hábitos del azar”. Ferrando no es escritor de arrebatos líricos, de frases que desgarran como dientes, él es un escritor matemático, exacto y perfecto como una máquina de coser alemana. Un forense suizo en una caseta de la feria de abril. Ferrando –y así lo imagino- es de un carácter opuesto al mío, y eso no me ha impedido disfrutar –y mucho- con sus relatos. El carácter que se refleja en su forma de escribir lo veo más propio de un habitante de un país del norte, de esos en los que el largo y frío invierno obliga a refugiarse en casa por las tardes, y el mío por el contrario es de los que se deprime cuando se nubla y la temperatura baja de los quince grados. Pero es curioso porque mi fascinación por Ferrando proviene precisamente de esos dos caracteres opuestos, de que él es capaz de escribir de una forma de la que yo me considero incapaz. En que él es mucho mejor que yo. En admirar esa forma suya de contar: calmada, reflexiva, lenta y precisa. Alguien con la sangre fría necesaria para planificar y cometer sin un error el crimen –y estoy hablando metafóricamente- perfecto. Todo lo contrario a mí, aficionado al melodrama y que me dejaría llevar por el furor típico del crimen pasional. Por decirlo de otra manera Ferrando es de los que beben despacio, saboreando, descubriendo los matices, y lo mío es una tendencia a la disipación o una inevitable predisposición a buscar en el alcohol la euforia y la analgesia. Ferrando es un bebedor elegante y yo un borracho. Ferrando es la cirugía y yo soy un sacamuelas; lo suyo es la cámara lenta y lo mío la puñalada trapera. Ese contrapunto lo convierte en inalcanzable y en esa lejanía encuentro mi admiración.

Y tal vez esa forma suya de narrar esté en su carácter, pero también –creo- en su formación y profesión de ingeniero. Ferrando, es capaz -en una fusión inaudita para los que somos de la generación de BUP- de romper estereotipos uniendo ciencias y letras cuando lo normal es que los que estudiaban física y matemáticas no tuvieran ningún interés por la literatura. Pero además creo –y lo veo como un mérito y no como deformación profesional- que aplica a la narrativa la metodología típica de su titulación: edifica sus relatos como una construcción basada en el rigor, el equilibrio, el orden y la precisión. Un método o estilo que, al contrario de lo que pueda parecer lo más lógico, no resulta gélido o maquinal sino exacto y minucioso, un lenguaje preciosista sin afectación y con su dosis justa de lirismo.

Tal vez por ese orden meticuloso al narrar me sorprenden esos finales confusos de dos relatos: “Pelícanos” y “Las profundidades”. Tal vez Ferrando como rebelión, como una forma de negarse a si mismo, para desfigurar esa imagen de chico aplicado y minucioso que nos transmite ha querido dejarse arrastrar por el caos. Finales enmarañados que –para mí- estropean esos dos relatos y producen cierta frustración al hacer desembocar en ese desconcierto un camino que hasta entonces había resultado deslumbrante en su originalidad, planteamiento y desarrollo. Dos trajes de alta costura rematados por un sastre delirante.

De los nueve relatos restantes hay siete excelentes cuentos. Y alguno de esos siete –como “Mathilde y el hombre del tiempo”– que incluyo en mi antología personal y en marcha de los mejores relatos que he leído.

Todos –sin excepción- transcurren cada vez en una época y un escenario diferente: el valor de la literatura como viaje, el cambio de decorados y atmósferas opresivas y fatalistas, capítulos minúsculos de la larga Historia. En todos está ese lenguaje exacto, preciso, matemático y de pasión con hielo picado. Pero esos siete son excelentes porque partiendo de un lugar ficticio lo convierte en real para desde allí transformarlo en pesadilla; el amor que acaba convertido en trampa; el deseo de ser reconocido y su frustración en el peligro de convertirse en delación; la consecución de un objetivo que deviene en inutilidad sin salvación; la idea insólita para salvar a un matrimonio de su tedio que acaba por convertirlos en extraños; el verdadero Philip Marlowe y el tramposo y débil Raymond Chandler. La mentira convertida en verdad y viceversa.

Ignacio Ferrando. “La piel de los extraños”. 235 páginas. Menoscuarto. Palencia 2012. 

 

 

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