Hombros con pecas, al sol

Por Guillermo Sierra

 

libros

 

Estar muerto de calor en una biblioteca un lunes a las seis de la tarde y tener que esperar horas hasta volver a casa, es más de lo que cualquiera debería soportar un lunes. Un lunes de casi mayo, caluroso y tórrido, aquí en el Sur. Si además llevas trabajando, y luego en clase y estudiando desde muy tempranas horas de la mañana, y no haces más que ver a jovencitas en pantalón cortísimo -¡bien!- y escotes de ensueño, mejor. O no.

 

O pienso en ese vuelo que vi a Indonesia, y en la vida tirada de precio de allí, fregando platos en un chiringuito de playa que me ofreció un amigo de mi padre a principio de este curso, y que decliné por terminar la carrera de una vez por todas. Cómo debe estarse ahora en la playa en Indonesia. Y cómo huele a sudor aquí, como me duele la cabeza del aire cargado. Cómo he salido desanimado de un clase que he dado esta tarde, y cómo me han plantado otra el miércoles por la tarde, antes del puente al que pensaba lanzarme el mismo miércoles por la mañana.

 

Qué coño, y lo bien que lo pasé en la comunión de la familia de mi novia. Qué de desconocidos, y qué buena gente, y a qué de cervezas y gin-tonics fui invitado gentilmente. No iba a una comunión o celebración de ese tipo desde la misma de mi hermano, hace como diez años. Veo que mi reticencia por tratar con gente en general se va derritiendo, como a veces lo hace el hielo manchado de tierra, de los bordes de las carreteras nevadas. Como la suciedad enquistada acumulada durante años va fundiéndose poco a poco, descubriendo un suelo, -más o menos limpio- pero al menos más vivo que el hielo ponzoñoso. Iba guapa, y llevaba un vestido de esos que dejan la espalda muy descubierta. También me corté la mano con una puntilla oxidada de una mesa que estaba moviendo de sitio. Casi me alegré de que pasara algo normal, de bien que iba todo. Por eso de equilibrar las probabilidades y no acabar cayéndome borracho al suelo, o peleándome con algún tío pesado que no paraba de gastar bromas odiosas -graciosas- o qué se yo. El día a día de fines de fiesta.

 

Y ¡oh! que pelirroja tan guapa acaba de pasar por aquí, y qué buen perfume ha dejado al pasar. Casi disimula el de la camiseta empapada en sudor del gordo que va sentado a mi lado. Además he descubierto torrent, y me he descargado ‘Los 400 golpes’ de Truffaut en francés fresca fresca. Qué calidad de vida joder.

 

Otro de los beneficios destacables que he notado acerca de la vida en pareja es la reducción, en muchos casos, de mi incumplimiento de las normas de tráfico. Es de sobra conocido como uno bebe, en infinidad de casos, por aburrimiento; abatimiento, hastío o como se le quiera llamar, pero es por no tener nada mejor que hacer. Que sí, que cuántas tardes sin más excusa que la cerveza caliente, y cuántas noches de humos verdes en el piso minúsculo de ese colega que aún está en tercero, y que podría ser tu padre. Y el mío. Pues ahora mucho menos; y así voy conduciendo vuelta a casa a las cuatro de la mañana y me cruzo con los civiles, y grito para mí: “Páreneme, cabrones, que ni voy borracho ni he tomado drogas, ¡podéis hasta traer el perro!, llevo los papeles, las luces encendidas, zapatos puestos, a nadie en el maletero, y hasta, hasta el puto cinturón puesto!” Pero ya nunca me paran. Huelen el miedo.

 

En resumen, que seguimos vivos y que ¡dios mío qué piernas la rubia de la ventana! eso. Voy a tomar unas cañas. Feliz semana, que es corta.

 

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