Las musas de Guerín, el primer estreno español del 2016

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Menos es más en el cine de José Luis Guerín en cuanto a la utilización de elementos mínimos para crear una película. No existen parámetros adecuados para medir a este talentoso francotirador cinematográfico barcelonés cuya filmografía es una sucesión de rarezas presididas por la imaginación y el afán de innovar. El director de Innisfree se escapa a toda comparación posible, y, además, película a película, va reinventándose con una originalidad pasmosa. Es un caso raro, una especie a proteger, este director, insólito dentro del panorama español, que acaba de ganar con su última película el Giraldillo del festival de Sevilla y va a verla exhibida en uno de los templos cinematográficos de la ciudad de Nueva York.

 

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La academia de las musas es el título de su última y genial ocurrencia. Una cámara, la de José Luis Guerín, filmando unas clases magistrales que imparte un profesor de literatura italiana en la universidad central de Barcelona y las intervenciones aceradas de sus alumnas que reafirman su discurso o lo cuestionan. Un fauno inteligente y sus musas no menos inteligentes ¿Un ensayo cinematográfico? No ensayo de experimento, sino en la acepción que se utiliza en literatura para diferenciarlo de ficción. La obra de José Luis Guerín, por lo general,  no es narrativa; podría ser una metaficción como la que, en literatura, aplica Enrique Vila-Matas. Tren de sombras era, literalmente, una película fantasmal hecha a partir de retales de películas mudas, un trabajo hipnótico. Y ahí está la genialidad, la endiablada habilidad del director catalán, para hacer cine con cualquier material que caiga en sus manos, como sucediera con En construcción. José Luis Guerín dinamita la delgada línea que separa el documental de la narración cinematográfica, creando un híbrido fascinante entre los dos géneros.

 

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Pues este ensayo cinematográfico, que también es experimento, llamado La academia de las musas resulta ser la película más narrativa de José Luis Guerín (Barcelona, 1960), la primera, me atrevería a decir, hablada y con personajes,  aunque se interpreten a sí mismos (y lo hacen de forma prodigiosa), un film que atrapa al espectador con su tensión dramática y la multiplicidad de lecturas que ofrece el relato.

 

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La academia de las musas habla sobre las musas, claro, ese papel secundario, hijo de una sociedad patriarcal, que relegaba a las mujeres a meras inspiradoras de los artistas y, de paso, a ser reposo del guerrero; pero también del poder mágico de la palabra que detentan los que la esculpen con sabiduría; de la impostura del artista, que está siempre por debajo de la obra de arte que emana de él pero padece de egolatría; de la inmortalidad de la creación artística capaz de conmover cuando los que intervienen en ella ya no están; de la poesía que puede esconderse en cualquier lugar o persona (Papusza, la poetisa gitana medio analfabeta; aquí, unos pastores sardos); del rol de Pigmalion que se arroga el enseñante sabio para seducir y dominar a sus musas oyentes, una seducción cerebral que está por encima de la genital, porque de la intelectualización del deseo nace el erotismo, que es el banquete de los sentidos; del amor, la infidelidad como fruto del desgaste amoroso, y la tragedia de la vejez que cree rejuvenecer con carne joven a su alrededor; de la levedad del ser humano y su relativización…

 

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 José Luis Guerín explora rostros (el suyo es, sobre todo, un film de primeros planos que recorren el paisaje facial de sus musas, espían sus más leves alteraciones, las miradas, el aleteo de sus párpados, con atención de entomólogo); mantiene su modesta cámara digital como mera observadora neutra sin serlo (en el cine, hasta en el documental, siempre hay una elección que manipula); deja que sus actores, tocados por la varita mágica de la inspiración, se explayen a gusto con naturalidad; construye un hilo narrativo coherente.

 

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El director de En la ciudad de Silvia transforma lo que podría ser una farragosa clase sobre poesía y Dante, impartida por un profesor un pelín pedante, en un brillante y, con frecuencia, divertido (la mudanza y la colocación de los libros en la biblioteca) ejercicio de estilo. Hay belleza visual subrayando el discurso, como  esos reflejos de la ciudad en parabrisas de coches, toldos de plástico de bares o ventanas de apartamento en las largas secuencias de conversaciones. Guerín solapa una clase magistral de cine, la suya, sobre esa clase de literatura sobre Dante y la Divina Comedia, y las musas del profesor las hace suyas.

 

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Sobra el episodio sardo. La cámara sale del reducto de la clase universitaria y de la terraza del bar Estudiantil, los escenarios habituales, para aspirar aire campestre, pero el efecto sobre el conjunto es nocivo, chirria. Pero ese pequeño desliz del montaje no altera la enorme categoría artística e intelectual de esta película llena de matices que, por recordar a alguien, nos llevaría al mejor cine del discursivo Eric Rohmer.

 

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No se pierdan esta pequeña gran película que mucho le debe a la frescura de sus intérpretes no profesionales que, de la mano de José Luis Guerín, se ponen por primera vez ante la cámara; a ese histriónico profesor Raffaele Pinto, una especie de Umberto Eco, filmado en su salsa pedagógica; a Rosa Delor Muns, su irónica esposa que, con ternura, introduce el elemento humor y baja del pedestal a su marido (Es que tú te crees Platón); a la temperamental y bella italiana  Emanuela Forgetta, toda pasión; y a Mireia Iniesta, una especie de Françoise Dorleac llena de matices que enamora a la cámara.

Filosofía, estética, literatura y puro cine en esta película fascinante que inaugura el 2016.

 

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