Estambul desde el agua

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Por Antonio Costa

Foto: Consuelo de Arco

 

   Si se acerca uno a Estambul desde el agua todo parece una fantasía, todo cobra una levedad, una magia, se ven las cúpulas y los minaretes flotando en la niebla, se ven los perímetros de los palacios, se nota todo vibrando, y entonces ya no miramos la capital de un imperio aplastante, que dominó a sangre y fuego a muchos pueblos, ya no parece un centro de poder o de prepotencia, que ahora asoma tal vez de nuevo con filos cortantes, que se olvida del laicismo de Ataturk, que vuelve a imponer velos y tradiciones, si se llega desde el mar todo parece lírico y respirable, y más si uno llega al atardecer, entonces todo se envuelve en un halo, se evapora un poco, pierde lo despiadado de la realidad, parece aire, parece respiración o memoria, es la pura imagen temblando o vagando, uno se acerca al palacio Topkapi y no lo siente como una amenaza, uno piensa mas bien en danzas o en espectáculos, en los harenes que son sencillamente los cuartos de las mujeres, que generalmente no han querido conquistar mundos, uno piensa en escuchar cuentos detrás de las celosías, en imaginar ambientes a través de los ventanales, se van configurando los restos de las murallas, los jardines, las distintas plataformas del puerto, el puente gigantesco que une la ciudad nueva con la ciudad vieja, los apuntes difusos de la Mezquita Suleiman o de Santa Sofía , uno se acerca lentamente, va notando en qué consiste el tiempo, va mirando como se configura la ciudad como si la fuera pintando, va surgiendo el prodigio delante de la mirada como una visión en un sueño, y todo parece libre, mezclado, sin aristas, sin rigideces, uno mismo es un ser del mar que va temblando en el barco, que va notando como le golpea el tiempo o la brisa en la cara, y todo es tan pasajero o tan gracioso, todo es como si estuviera escrito en un poema.

   Tiene gracia ir en un barco a la parte asiática de Estambul, al barrio de Uskúdar, cruzar el estrecho tan largo que hace que la ciudad se vuelve irreal y distante, que parece en algún momento que uno se ha perdido en el mar, tan lejos quedan Europa y Asia mientras uno está en el mar que es ninguna parte, esa división de culturas, de credos, de enfoques del mundo, de maneras de vivir o de beber, y llegar a un puerto que parece lejano, y luego caminar por eso que parece otra ciudad, muy lejos, pero que es la misma ciudad, que recibe barcos y mensajes varias veces cada día, cruzar la Plaza de la Democracia, y visitar la mezquitas del otro lado, y pasear por la avenida Milliye para ver los Baños diseñados por el genial arquitecto Sinán, seguir por la avenida, y estar en una plaza sentado mirando pasar la gente ajetreada, y regresar a la Plaza de la Democracia, y remolonear alrededor de la mezquita Iskele que Sinán construyó para la hija de Solimán el Magnífico y que dialoga con el agua, y al atardecer acercarse al puerto, y sentir una melancolía nostálgica, un deseo de no sé qué, un cuestionarlo todo, y sentir el viento en la cara mientras se pasea junto a los restaurantes flotantes de pescado, y asomarse a los miradores y adivinar el otro Estambul a lo lejos, más que nada como una adivinanza, como una suposición, como un recuerdo, como algo que está muy lejos al otro lado del mar y a lo que vamos a volver, y sentirse solitario y aislado y lejano mientras se espera el barco de vuelta, y asomarse a los quioscos donde se venden productos olorosos y algo psicodélicos, y de repente al atardecer escuchar los gritos de los muecines desde los minaretes que embalsaman el aire, que crean otro mundo y otra atmósfera con solo emitir sus cantos, y luego subir al barco de nuevo y regresar a la Europa que uno conoce y a la que pertenece , como esta Turquía que antes quiso conquistar Europa y ahora quiere formar parte de ella.   Y al regresar uno vuelve personaje un poco desvanecido de una historia, y ve a lo lejos la torre de Leandro o Torre de la Doncella, la torre faro con sus casitas a los pies, y recuerda a Hero y Leandro visitándose de noche a ambos lados del mar, como si la pasión pudiese superar los mares y las culturas, y recuerda a lord Byron tratando de hacer real el mito y cruzar a nado el estrecho, y la torre diminuta y mágica se ve flotando entre las aguas agitadas, eso es un estrecho pero el mar está agitado por las “corrientes del Diablo” y produce dramatismo, y la torre se desvanece a ratos entre la niebla y luego resurge como nuestros deseos, y luego uno se acerca a la ciudad europea y las cosas se van trazando paulatinamente, y se ve el palacio Dolmabace donde se desarrolla la novela “De parte de la princesa muerta” de Kenizé Mourad, y se ve esa mezquita al norte que parece una foto imposible, y el mar lo desdibuja todo y lo vuelve lírico, y se dibuja la Torre de Gálata que construyeron los venecianos , y se adivina el Puente Gálata, y uno ve poco a poco el Cuerno de Oro que separa el norte del sur, lo nuevo de lo viejo, lo laico de lo clerical, lo medieval de lo moderno, lo novelesco de lo cinematográfico, la oración del comercio, las callejuelas de las avenidas, y se acerca temblando el puente que tiene un montón de cafeterías en su plataforma intermedia, cafeterías temblando sobre el agua, y se adivinan seres inermes y enigmáticos paseando por las calles o fumando en shishas , y toda la ciudad desde el agua parece mágica y arrebatadora, perdida en los entusiasmos del agua, duda y emocionada entre los dramatismos del agua.

 

 

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