ATARDECER DE LEYENDA EN RÍO

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Por Antonio Costa
Foto: Consuelo de Arco

 

Caminábamos por la playa de Ipanema al atardecer, cuando se levantaba una cierta niebla que venía desde el Pan de Azúcar, que hacía dudoso el mar y los cuerpos, y los llenaba de un cierto lirismo, de un cierto deseo de considerar que todos somos vulnerables y tenemos un resto de encanto y estamos pasajeros sobre la tierra. Los cuerpos alucinantes de las muchachas vestidas apenas con hilos se manifestaban sobre la arena como logros dionisíacos de este planeta, y se oían sambas, y los muchachos jugaban con balones flotantes, y los ligones de playa exhibían sus músculos que eran como para considerar que los demás éramos alfeñiques o figurones de cocina. Pero todo estaba envuelto en un halo, en un misterio, en una unión de todo, en una atmósfera que nos unía y nos aligeraba y nos comprendía a todos.

Íbamos por la avenida junto al mar mirando las casas con jardines y sus matones apostados en las puertas, y las cafeterías llenas de sambas, y las propiedades inaccesibles, y el cine Laura Alvim donde uno veía la película acostado, y el centro cultural que lo acompañaba donde se podían leer libros con cafés profundos, y nos acercábamos a Copacabana con sus cuerpos y sus construcciones más populares, con un poco más de ruido y de furia, y de sol despedazado al atardecer para alimentar los cuerpos, y nos acordábamos de cuando el día de nuestra llegada una banda de adolescentes cerró una calle entera desde los dos extremos para saquear a todos los coches, y nos alegrábamos de seguir vivos y relucientes.

Volvíamos a nuestro alojamiento en el barrio histórico de Catete, con los restaurantes antiguos de sabor portugués, los parques saudosos, las avenidas melancólicas y decadentes, los hoteles presuntuosos o ajados, y más arriba en el Centro, en la Rúa Carioca, entrábamos en el bar Luis donde antaño discutían los escritores e íbamos por las avenidas decimonónicas con recuerdos literarios y evocaciones.

Subíamos al barrio de santa Teresa, que siempre nos decían que era peligroso, pero donde nunca nos pasó nada, e íbamos en el tranvía amarillo sin ventanas hasta la parada final por las calles tortuosas que subían, y mirábamos casas colgadas y decadentes, y entramos en la mansión que fue de una millonaria excéntrica y culta, Laurinda Santos, donde posiblemente Rubén Darío estuvo diez días desaparecido fornicando románticamente con la dueña, y donde bailaba mucho más tarde Isadora Duncan mirando desde las terrazas las perspectivas infinitas hacia el Pan de Azúcar y las playas, y bajábamos las escaleras con escalones pintados con inagotables historias. E íbamos al barrio de Lapa por la noche donde se desarrollaban las sambas, y también era peligroso, pero no nos pasó nada, y entrábamos en los locales antiguos que participaban en las fiestas del carnaval, y que desplegaban infinidad de mesas de madera arrugadas llenas de historias y cristales ahumados que me hacían pensar en el “Orfeo Negro” de Marcel Camus y en los negros encantados que persiguen a Eurídices desgraciadas.

Y subíamos al Cristo Redentor y parecía que estábamos por encima de todo en una montaña infinita y hacía niebla y no podíamos ver nada, solo a retazos fragmentos de Río que parecían trozos de una película rota, o mirábamos surgir del sueño las parejas de amantes que se empeñaban en fotografiarse contra la inmensidad de la urbe salpicada en mil barrios separados por montes y por favelas.

Y volvíamos de nuevo a la playa de Ipanema, donde surgieron todos los sueños de los años sesenta, los sueños de cuerpos que enamoraban al mundo entero, donde Vinicius de Morais era como un Petrarca que deslumbrara a todos con su nueva Laura tropical, y en todos los bares del mundo se soñó con aquella mujer que se convirtió en un mito y en una imagen nostálgica, y muchos años después Vinicius fue invitado por la mujer y su marido para rememorar aquellos años dorados que como dice Robert Frost no podían permanecer y beber en las copas de la nostalgia que nos abre los ojos. Y entrábamos en el bar “Garota de Ipanema” para celebrar aquella canción, y cuando ya nos íbamos la última tarde, diciendo :”todo ha salido bien, hemos sido felices e intensos en Río”, un tipo le arranca el bolso a Consuelo en la avenida Ipanema, en la avenida elegante, y nos obliga a estar unos días más abrumados de problemas. Pero al pasar los años lo que me queda es aquella niebla al atardecer en Ipanema fantaseando el Pan de Azúcar y los cuerpos y el mar y la arena y mi propia vida que ha pasado por todas las levedades.

 

 

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