El Sacrificio de un ciervo sagrado. Yorgos Lanthimos

No resulta aventurado imaginar los rostros desencajados de los incautos espectadores que acuden al cine de su localidad “a ver un Thriller de la Kidman y del Colin Farrel” y se topan con “una del Yorgos Lanthimos”, en su mejor e inequívoca línea. Una propuesta que es cualquier cosa menos complaciente y adocenada, como podría aventurarse por la comercialidad de los protagonistas. Aunque Kidman ya se hubiera aproximado al lado oscuro de la mano de Kubrick, para nada el esteticismo freudiano  y el ejercicio fáustico de poder, derramados en «Eye Whide Shut» de áquel, se aproximan a la acidez y oscuridad de esta revisitación del mito de Ifigenia, la hija de Agamenón que debía ser sacrificada por Atenea a causa de la muerte a manos de su padre de un ciervo en los bosques sagrados. Este sacrificio es un prodigio que basa su discurso en la puesta en escena y el voluntario hieratismo de los intérpretes, convertidos casi en máscaras de tragedia helénica. En esa tragedia donde los hombres, sobre la mesa de quirófano, juegan a ser dioses con consecuencias funestas para los humanos. La primera secuencia es todo un avance de propuesta narrativa. Una latente víscera, brutal, obscena, bajo los acordes del primer movimiento del Stabat Mater D383 (Jesus Christus schwebt am Kreuze). En alguna crítica se designa esta música como !opera! Un cuerpo abierto, y mancillado por el bisturí, invadido, que profetiza toda la incomodad que el film va a ofrecer, toda la inquietud que es capaz de supurar este destilado de ponzoña. Oculto tras magistrales travellings, grandes angulares para crear inquietud y profundidad de campo como arma. La película es una ceremonia turbulenta, plena de insana geometría, cocida a fuego lento, a tempo de adagio.

Las armas que utiliza el griego para causar ajeneidad son el hieratismo de máscara teatral en los personajes, lo aséptico de los entornos y la extrañeidad provocada por la corta distancia focal y amplitud de visión del gran angular. Todo esto mixturado con unas pinceladas de tragedia clásica y el concepto retorcido de la humanidad y la sociedad que se gasta el ateniense. El director de “Canino” y “Langosta” utiliza con precisión quirúrgica la banda sonora primiciando y epilogando el film con partituras sacras, manteniendo el malestar, la inquietud y la sensación de extrañeza con composiciones de la rusa Sofíya Gibaiduúlina como la inquietante “De Profundis”. Magistral la utilización del villancico ucraniano “Carol of the Bells”, para crear inquietud en la escena del coro. Un modo ostinato de cuatro notas, basada en el canto ucraniano “Shchedyk”, que el director utiliza como un elemento más de turbación. Tremendamente acertadas las incorporaciones de obras como el segundo movimiento del Concierto para piano del vanguardista György Ligeti (Lento e Deserto). Misterioso y nocturno, capaz de crear ansiedad, con acordes cromáticos y que concluye con un largo glissando de las cuerdas. Ya Kubrick había utilizado su obra “Atmósferas” para narrarnos la “odisea del espacio”. Lanthimos revuelve el inconsciente colectivo de una sociedad capaz de crear un monstruo perturbador (excelente Barry Keoghan), que saca partido a su peculiar físico. Un mundo perfecto, aséptico, bajo cuya apariencia late la primigenia mitología, la tragedia atávica, el sexo alternativo y bizarro. Todo el andamiaje dramático se estructura en torno a un hitchcockiano Macguffin, cuyo origen (entre mitológico y trágico) nunca llega a ser desvelado.

 

La intrusión de un elemento inesperado y desconocido en la, aparentemente perfecta, vida familiar, desencadena una venganza de proporciones divinas que bebe directamente del helenismo clásico y la literatura mitológica. La extraña reparación que requiere un sacrificio en esta polis del siglo XXI, tiene sus raíces en los clásicos, vía estética de Haneke y planos kubrickianos. El cáustico guión escarba en el concepto judeo-católico de la culpa, la ley del Talión hebraica o la expiación y la reparación mediante el sacrificio. De este modo al director no se le escapa nada. Sacude a tirios y troyanos con la atávica predestinación de un dios minimalista y encarnizado, capaz de arrancar el barniz de una sociedad, la predestinación de un fatum inexorable, para descubrir la podredumbre que habita bajo el sueño. No es moco de pavo mostrar el lado oscuro de actrices mainstream como Alicia Silverstone o Kidman, o desvelar la atmósfera enfermiza en base a la espléndida fotografía de Thimios Bakatakis (Canino) y su cálida paleta de colores, o con la atmosférica utilización de los sonidos. El bisturí del realizador (como el del cirujano Colin Farrell) disecciona, amputa y cauteriza el concepto de familia tradicional, de sexo tradicional, de la insoportable levedad del ser tradicional. Una radiografía certera, ácida y sangrante. Como los ojos del niño, cual Edipo expiando los pecados de los padres. Un film que comienza con un latente corazón, pero carece del mismo, como la deidad sociópata que les amenaza, con reminiscencias del “Teorema” pasoliniano. Un ejercicio de justicia de Antiguo Testamento, de sacrificio abrahámico, que se retroalimenta del mito plutoniano de la caverna. Yorgos Lanthimos lo ha hecho de nuevo. Acercarnos al abismo desde la mirada de Dreyer, hasta que nos sintamos atraídos por el mismo. Un abismo bajo la magnífica partitura del coro «Herr, unser Herrscher» de La Pasión según San Juan, de Bach. Impresionante creación en forma de da capo (ABA), que utiliza todo tipo de recursos, texturas imitativas, fugadas y artificios retóricos. El resultado es demoledor y se hibrida con la sensación de nihilismo y vacío existencial de la secuencia final.

Ifigenia:

He hablado sin pensar en nadie. Basta con que la hija de Tindáreo, por culpa de su belleza, haya causado combates y muertes de hombres. Por lo que á ti respecta, ¡oh huésped nuestro! no mueras por causa mía y no mates a nadie, sino permite que salve yo á la Hélade, si puedo.

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