«El Camino: Una película de Breaking Bad «: Welcome Home, B****!

 

Se cuenta que los creadores de «Breaking Bad» tenían planeador acabar con la vida de Jesse Pinkman en el noveno episodio de la primera temporada, y que una huelga de guionistas demoró esa decisión. Lo que vino después lo conocen bien los seguidores de la serie. Pocos personajes en la historia de la narrativa visual han sufrido semejante acoso, o se ha visto sometidos a tantos desmanes del destino, o han sufrido sobre su carne tal escarnio, al punto de quedar prácticamente irreconocible en el tramo final de su devastador periplo. Y pese a todo ello, sobrevivía. Armado tan solo con una mirada tan limpia que fulmina por su honda verdad, Pinkman cruzó los territorios de devastación generada por la insondable voluntad de Walter White, y lo hizo con un estilo extraordinariamente personal, deambulando entre el humor más negro y la tristeza más absoluta. Si había alguna forma de meter la pata, o de empeorar las cosas, él la encontraba. Si había alguien al que machacar sin misericordia, al que despojar de todo cuanto amara o pudiese amar, allí estaba Pinkman, que en una desquiciada arquitectura dramática iba perdiendo mucho más de lo que ganaba, hasta quedar enclaustrado en el peor de los infiernos que pudimos visitar mientras duró la serie. En estos tiempos en los que los finales de las series son tan cuestionados, la escritura de Vince Gilliam eclosionó en un desenlace a prueba de escépticos. Podía gustar o no, pero jamás decepcionar. Se ajustaba tanto al propio relato, eran tan fiel a sí mismo, a sus impecables cinco temporadas, que nada se podía objetar, por mucho que doliesen ciertos finales.
Jesse Pinkman quedaba liberado, y con risa nerviosa y algo descontrolaba se alejaba del lugar de la matanza. Claro que hubo ganas de saber más. Pero no era ni su momento ni su aventura.
Seis años después, nos llega la respuesta que, pese a no ser proclamada a viva voz, debía perseguir a muchos de sus incondicionales.
«El Camino: Una película de Breaking Bad » arranca precisamente en ese momento. Pinkman no se ha movido del lugar. Porque, una vez más, su suerte está sembrada de espinos y zarzales. Con la cara y el cuerpo marcado de cicatrices, con el alma tan machacada por crímenes, propios o ajenos, el antiguo socio de White está justo donde lo habíamos dejado. Si había alguna preguntar que contestar acerca de lo que le reservaba el futuro, ya tenemos la respuesta.
Pinkman ni siquiera ha tenido tiempo de abandonar la ciudad cuando, una vez más, se queda atascado, y sin aparente capacidad de maniobra.
Pero esta es su película.
Ya no tenemos que saber si logra o no logra escapar. Ahora podemos acompañarlo.
Vince Gilliam filma, y lo hace de un modo excepcional y con mano maestra (tanto en la dirección como en el guión), algo que en modo alguno podría pasar por un episodio de la serie, pero que nos lleva a lo más profundo del corazón de su propuesta. Si bien nunca ocultó su gusto por el western, en esta nueva vuelta a su universo, dicha querencia ya se transforma en código. Desde su arranque, con dos hombre hablando de fronteras junto a un río, hasta su final, donde vemos que hay al otro lado de ese límite, «El Camino» se posiciona con exquisita habilidad en el género. E incluso no duda en escenificar un duelo entre pistoleros clásico, como si en vez de en Alburquerque nos hallásemos en las calles de Tombstone. Y se agradece muchísimo que Gilliam no se haya precipitado en las arenas movedizas del «spin_off» que únicamente quiere arañar algo de gloria del material de donde surgió. Los que no conozcan «Breaking Bad» quizás disfruten de este formidable largo, o, lo más probable, no terminen de comprender este galimatías (Gilliams y su gusto por saltar de tiempo en tiempo). Porque esto es un compendio de aquello que comenzó en 2008, pero que en modo alguno se recrea en lo ya visto o sabido. Y claro, engancha. Y la brutal peripecia de Pinkman en su escapada ya queda fijada en nuestra memoria como otra pieza imprescindible de una historia que no para de crecer con el tiempo, que se lo pregunten a Saúl Goodman, el deslenguado, inmoral  e hilarante leguleyo, un personaje que ya tiene serie propia, o a Todd Alquist (Jesse Plemons), ese aterrador lacayo de un grupo de supremacistas metidos a narcos, que bien que pudo ser otro villano memorable de la serie, pero que regresa en fantasmales «flashbacks» para demostrar que apenas habíamos podido entrever parte de su hedionda naturaleza (qué perturbador ese viaje al desierto al galope de su corcel mecánico a los acordes del «Sharing the Night Togeher» de Dr. Hook, un ejemplo más de la pericia de Gilliam).
Cada plano es un paso que lleva de la oscuridad a la luz de una imposible redención.
Mención aparte, dentro de, una vez más, otro reparto de ensueño, la interpretación de Aaron Paul. Tres premios Emmys reconocieron su trabajo, pero como actor de reparto, una categoría siempre quebradiza porque, como es el caso, cuesta mucho pensar que su personaje no fuera tan protagonista como el propio Bryan Cranston, un duelo de altísima épica entre dos interpretes excepcionales. Quizás Gilliam pensó que se lo debía a su personaje, o puede que las ideas surgieran de repente y descubriesen que aún había mucho que contar. Pero esta vez Aaron Paul es el personaje principal, como lo fuera Walter White, y el resultado estremece. Un autentico festín de las peculiaridades de un personaje que se merecía este retorno y, desde luego, a un actor tan apasionado y apasionante, y capaz, como sólo lo sabe hacer él, de recoger en una sola secuencia (por ejemplo, sus deducciones en torno a la llamada a la policía de Robert Foster) de llevarnos desde la desesperación a la carcajada en apenas un parpadeo.
Un placer tenerlo de vuelta en casa, Míster Pinkman.
Y si tenemos que transitar de nuevo por el mismo camino (que da nombre tanto a la película como a un modelo de coche), ojalá no tarde tanto en regresar.

 

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