«Los que se quedan», de Alexander Payne

JOSÉ LUIS MUÑOZ

Lleva a sus espaldas Alexander Payne (Omaha, 1961) una larga trayectoria como cineasta con comedias agridulces y humanas que dejan al espectador un buen sabor de boca entre sonrisas. Los descendientes, Entre copas y Nebraska son algunas de sus últimas películas que se caracterizan por estar protagonizadas por personajes desencantados que no se sienten realizados en sus vidas anodinas, a los que no les ocurren grandes cosas y con los que fácilmente el espectador empatiza.

Repite el director en Los que se quedan con uno de sus actores emblemáticos, el gran Paul Giamatti que tan buen resultado le dio en Entre copas, esa despedida de soltero enológica y enormemente divertida, aquí en el papel de Paul Hunham, un profesor de Historia Antigua de la vieja escuela que no conecta con su joven alumnado y tampoco con el claustro de profesores de la elitista escuela Barton. Durante las fiestas de Navidades, castigado por el director Hardy Woodrip (Andrew Garman) por haber suspendido al hijo de un importante donante, deberá quedarse en el internado a cargo de Angus Tully (Dominic Sessa), uno de sus alumnos ninguneado por su madre que prefiere pasar esas fiestas familiares con su nuevo marido. Esos días tan especiales, profesor y alumno los compartirán con la cocinera del centro Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph) que acaba de perder a su hijo en Vietnam.

No está tan inspirado Alexander Payne como lo estuvo en Nebraska o en Entre copas. Tiene el espectador la sensación de haber visto mil veces esta historia de enfrentamiento intergeneracional entre un profesor rancio e inflexible (y ligeramente alcoholizado), que constantemente cita a los clásicos, y su joven alumno, poco interesado por la antigüedad, que a medida que avanzan los días van limando asperezas hasta el punto de empatizar mutuamente y acabar siendo amigos. Tampoco hay momentos hilarantes que sí había en sus otras películas salvo esa mirada frustrada del profesor, en la fiesta de Año Nuevo a la que es invitado, cuando comprueba que Lydia Crane (Carrie Preston), con la que creía tener alguna esperanza, ya tiene novio. Toda el film se convierte así en un déjà vu sentimentaloide (ahí entra la historia de la cocinera y su hijo muerto) que no engancha ni cuando profesor y alumno se escapan a Boston saltándose la disciplina escolar. Personajes arquetípicos y final previsible para esta comedia nostálgica bienintencionada pero poco más.

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