Phoenix, de Christian Petzold

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Por José Luis Muñoz

La postguerra alemana ha sido el eje central de un número considerable de películas brillantes, buena parte oscuras, como corresponde a ese dramático momento en que el país que se creía el amo del mundo le tocaba renacer de sus ruinas como un ave fénix, y ahí esté El tercer hombre de Carol Reed o, mucho más recientemente, Europa de Lars Von Trier, ambas en riguroso blanco y negro. Phoenix, firmada por Christian Petzold, un director con una amplia experiencia cinematográfica y televisiva, que concurrió por Alemania al último festival de San Sebastián, donde no concitó demasiados entusiasmos, nos habla de ese momento histórico y de ese ave fénix que renace de las cenizas, y también de amores abrasados de los que ya nada queda: la guerra, tras la que ya nada será igual, y sus víctimas sentimentales colaterales.

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Nelly (Nina Hoss), una cantante judía que ha sobrevivido a los campos de exterminio y ha perdido el rostro como consecuencia de las torturas nazis, consigue que le injerten una nueva fisonomía; cuando, con ese nuevo físico irreconocible, quiere recuperar a Johnny (Ronald Zehrfeld), el pianista que la acompañaba en el bar Phoenix, su antiguo marido que la ha dado por muerta, este ni la reconocerá ni la creerá, pero hará todo lo posible para que se transforme en su desaparecida esposa con el único fin de hacerse con su herencia, y ella acepta su juego con la esperanza de volver a conquistarlo.

Phoenix es una historia de pérdidas de identidades, amores fenecidos e intereses espurios que precisaría de una mayor implicación emocional de su director que opta por mantenerse distante y en una frialdad absoluta. La película, aunque argumentalmente original, cae por lo rocambolesca de la historia, su puesta en escena gélida y los escasos recursos interpretativos de Nina Hoss y Ronald Zehrfeld—un actor  cuyo parecido con Ernest Hemingway es sorprendente—, pareja de la anterior película de Christian Petzold Bárbara, entre los que falla el feeling. Tampoco la ambientación está muy conseguida, es muy artificiosa, y la fotografía apela a los colores brillantes y a una luminosidad en liza con el momento histórico de un país en la ruina absoluta. Le falta garra al film germano, aparte de verismo, para conmover al espectador, y le sobra teatralidad.

 

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Phoenix, el nombre del bar en donde trabaja el protagonista Johannes, o Johnny,  aburre cuando debería hacer saltar las chispas emocionales en sus escenas. De ese ave fénix convertido en cenizas, el amor que una vez se profesaron los protagonistas, no renace nada; tampoco una buena película por culpa de su tratamiento cinematográfico inadecuado.

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