La vida en la punta de los dedos, de Jokin Azketa

La espectacularidad de los paisajes montañosos es un buen marco para las novelas de misterio. Que se lo digan a los autores nórdicos. La vida en la punta de los dedos, una clara referencia a los escaladores que dependen de ellos para sobrevivir en situaciones extremas, es la cuarta incursión novelística del navarro Jokin Azketa (Pamplona, 1957), escritor que vive con apasionamiento los libros, la montaña y los viajes, tras Donde viven los dioses menores,   Lo que la nieve esconde, con la que obtuvo el Premio Desnivel 2013, y El tiempo del vacío.

Ubica el autor su novela en El Chaltén, en la Patagonia, localidad considerada como la capital argentina del trekking a la que acuden alpinistas de todo el mundo. La tranquilidad del lugar se ve turbada por el asesinato de dos niñas que acaban de ser asesinadas: Desde el primer asesinato, las niñas apenas salían de casa y, cuando la hacían, caminaban muy rápido y pegadas a la pared, como si quisieran evitar que la mirada de la muerte se posara sobre ellas. Un escritor afamado, Norman Scarf, se desplaza hasta allí para inspirarse para su próximo libro y lo que encuentra es un misterioso escalador estadounidense que los lugareños sospechan que es el autor de los crímenes y unas autoridades que quieren cerrar rápidamente el caso para no ahuyentar al turismo: Hacía un frío terrible y los únicos sonidos eran los de los pies arrastrándose, el llanto y los murmullos doloridos de hombres y mujeres que se avergonzaban de que en su pueblo pasara esto y que, con urgencia, necesitaban un culpable…

Jokin Azketa retrata bien esa desconfianza de los lugareños hacia los forasteros, teñida de un cierto desprecio Todos los que llegan para escalar nuestras montañas se las dan de conocer el mundo, como si quisieran impresionarnos pensando que somos unos palurdos. Piensan que saben más que nosotros y se ven en la obligación de echarnos una mano, darnos algunas monedas y rescatarnos de la pobreza… ; acierta en las descripciones físicas de sus personajes endurecidos —Era un hombre de mediana edad, todo nervio y músculo, con el rostro endurecido por trabajos exigentes al aire libre. Su aspecto era muy desaliñado, vestía unos pantalones muy viejos y sucios, con una gran cantidad de zurcidos, y un jersey que, aunque más nuevo, le quedaba muy grande, como si alguien se lo hubiera dado pero sin acertar con su talla.—; retrata esa adicción vampírica de todos los escritores de meter en sus novelas los personajes con los que se cruzan para meterlos en sus novelas —Tanto si don Ramón era un suicida fracasado o si había sido un esbirro de los golpistas, tenía ya mucho terreno ganado para ocupar la plaza de personaje interesante en las páginas de mi novela.—; y extiende la sombra de la sospecha a todos los habitantes de la localidad —De pie o sentados, mirándose unos a otros con desconfianza y los ojos entornados, sospechando de todos y al mismo tiempo sintiéndose abandonados a su suerte.

“Me gusta construir personajes de carne y hueso, que fueron felices y no lo sabían, que ahora fracasan constantemente y es ahí donde hay que buscar la causa de lo que sucede”, dice su autor a propósito de su novela escrita desde el punto de vista del escritor, el alter ego de Jokin Azketa que imbrica hábilmente sus experiencias personales en la montaña en su narración novelesca.

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